El hechizado

Como todos los estetas, Mario Praz tenía la impresión de haber nacido en un siglo equivocado

Cuarenta años después de su muerte, el crítico y ensayista italiano Mario Praz sigue vivo en un puñado de libros espléndidos que permiten calificarlo como uno de los grandes estudiosos de los siglos antepasados. Relativamente al margen de la corriente académica de su tiempo, tanto por su orgullosa extravagancia como por la personalidad atrabiliaria de un escritor que no ocultaba su desdén por el mundo actual ni su gusto reaccionario y antimoderno, la obra de Praz destaca por la minuciosa erudición y la sorprendente amplitud de miras, va siempre más allá del eventual objeto de análisis y conjuga con admirable fluidez el imaginario del arte y el de la literatura. Bibliófilo y coleccionista de antigüedades, Praz desarrolló un modo brillante y heterodoxo de cultivar la crítica, no distanciándose como juez de las obras o los autores en los que se inspiraba, hasta cierto punto sus contemporáneos, sino vinculándose a ellos por un procedimiento de aproximación que recreaba más que describía. Menos intérprete que heredero, Praz dejó un autorretrato insuperable en su hermoso y singular libro de memorias, La casa de la vida, que es también un inventario de objetos y da fe de su inclinación por el fetichismo. Muchas décadas antes, en plena juventud, había escrito un irónico y desmitificador libro de viajes donde recogió sus impresiones de la España de los años veinte, Península pentagonal, donde al margen de su voluntad provocadora mostraba ya una característica independencia de criterio. Tanto en el temprano y magistral La carne, el diablo y la muerte en la literatura romántica, justamente considerado una de sus obras mayores, como en su tardía continuación El pacto con la serpiente, el ensayista aborda la centuria decimonónica desde las postrimerías de la Ilustración hasta los umbrales de la vanguardia. Como señaló Giovanni Macchia, Praz gustaba de eludir el panorama en favor del detalle y su método aproximativo indaga en una red de 'relaciones' que trasciende el contexto inmediato. Pese a su fascinación por los aspectos morbosos e inquietantes, no transmite, pues los evalúa desde la serenidad, la sensación de identificarse con ellos, pero es indudable que el recreador -al que sus detractores presentaban rodeado de un halo demoniaco- tenía debilidad por el decadentismo, y que como todos los estetas albergaba la impresión de haber nacido en un siglo equivocado. Su prosa no sólo erudita, sino invariablemente lúcida, contiene humor, destellos de ligereza y otros de melancolía, la de quien dialoga con una época que sabe acabada pero se resiste a abandonar la conversación, como si temiera que de hacerlo se disiparía el hechizo.

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