La horda

A nadie se le escapa que estas argucias del totalitarismo son una eficaz herramienta de control social

N O hay, en puridad, una diferencia cualitativa entre la muchachada de Alsasua y los profesores que persiguen y acucian a sus alumnos por ser hijos de guardias civiles. Hay una diferencia de grado, eso sí, un lapso cuantitativo; pero ambas acciones se fundamentan en una radical violencia, dirigida a la opresión y supresión del diferente. A nadie se le escapa, por otra parte, que estas argucias del totalitarismo son una eficaz herramienta de control social, cuya finalidad es el establecimiento hegemónico de una ideología. En concreto, de una ideología de masas, devenida en horda, que sustituye al ciudadano por el lugareño y transforma al individuo en arquetipo maleable y castizo.

Parece que el nacionalismo atiende a una necesidad esencial del ser humano -la necesidad de pertenencia, "el miedo a la libertad" que nos diagnosticó Fromm-, dado el reiterado éxito que viene cosechando desde que nació contra el ideal revolucionario (libertad, igualdad, fraternidad), hasta su vertiginosa implosión en la Alemania nazi. Parece, igualmente, que este carácter moderno, contemporáneo, del nacionalismo, escapa a su visión idealizada del ayer, a su utopía retrógrada, que se sustancia en un concepto criminoso y bobo de la patria. Una y otro, sin embargo, se alimentan: fueron las masas, y la burguesía industrial de las grandes urbes, quienes soñaron -quienes sintieron la necesidad de soñar- un paraíso intacto. A esa Arcadia feliz, libre de los males de la ciudad, del progreso, de la vida viva y azarosa de la metrópoli, estamos regresando desde entonces. También a un modo más sencillo de imaginar al hombre que nos permite reducirlo a una costumbre cultural o una particularidad fisiológica; vale decir, a su condición de horda inmergida en la raza, en la lengua, en el difuso haz de los ancestros. Esto implica que el nacionalismo, lejos de ser una vuelta a los orígenes, es un fruto refinado y putrefacto de la modernidad; pero implica, de igual modo, que las libertades del hombre son un producto frágil, caedizo, siempre dispuesto a inmolarse en el altar de lo idéntico.

Decía Freud, terminada la Gran Guerra, que "descendemos de una larga serie de generaciones de asesinos", y que ese pasado condiciona y abruma nuestro corazón. Hoy debemos reconocer que desde aquella horda primordial a los mozallones de Alsasua, a la gente que acucia y veja a los políticos, a los necios que afligen a unos escolares indefensos, tampoco no hemos avanzado mucho.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios