DESPUÉS de 36 años de desarrollo de la Constitución, no hay un senador en España ni un dirigente político, en ejercicio o en el retiro, que sepa defender la existencia del Senado tal como funciona desde 1978. Es más: la mayoría de quienes ha pasado por allí, admiten abiertamente su inutilidad. No es una exageración, la Cámara Alta es una institución residual, un zombi del pasado que cuesta anualmente 50 millones de euros y que no es capaz de garantizar el papel que le asignó la Constitución, el de parlamento territorial: en este caso, de las distintas autonomías del país. Como explican los profesores Carlos Garrido y Eva Sáenz en la entrevista que hoy publicamos en nuestra contraportada, la inutilidad se ancla en dos características: por un lado, la elección de senadores es muy similar al de los congresistas, de lo cual, resulta una segunda cámara en la que se reproduce el reparto partidista del Congreso. Y, de otro, y sobre todo, su capacidad de veto a los proyectos de ley tal como salen del Senado es falso, puesto que, una vez devuelto lo rechazado, el Congreso puede aprobarlo de modo definitivo por mayoría simple. En países de corte federal, como Estados Unidos, la composición suele ser de distinto signo al de la Cámara de Representantes, cambian hasta las fechas de elección, de tal modo que se comporta como un mecanismo más del equilibrio de poderes en el que se sustenta la democracia norteamericana. La única salida, pues, del Senado es su reforma; si no es así, lo más honesto es solicitar su clausura. Nada cambiaría en el país si esto sucediese. La alternativa es la de convertirla en una cámara territorial. Los principales partidos, PSOE y PP, comparten la tesis, pero no ven el contexto del consenso. Ciertamente, hay diferencias: los senadores pueden ser representantes de los gobiernos autonómicos con capacidad de veto real sobre los proyectos del Congreso. Eso haría de España un país puramente federal cuya gobernabilidad, no obstante, sería más dificultosa. Otra opción es que los senadores sean un reflejo de la composición de los parlamentos autonómicos e, incluso, hay fórmulas mixtas: gobiernos y cámaras. No obstante, y queda para la reflexión, el argumento que estos dos profesores citados proponen es que ni en Alemania ni en Estados Unidos ni en Canadá se comportan como verdaderas cámaras territoriales, no lo han conseguido ser. Conociendo cómo funciona la España de las autonomías, que no pudo prever el constituyente de 1978, y sabiendo cuáles son los peligros de la centrifugación del Estado, convendría plantearlo en serio: una reforma. Y si no hay voluntad o es una tarea casi imposible, sencillamente hay que clausurarlo, y arbitrar el diálogo territorial en conferencias sectoriales como la de Política Fiscal y Financiera.

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