Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

El jamonero

LA sonrisa refulgente de Antonio Herrera, el jamonero de Trevélez, cuando el jueves era conducido por los agentes a la Comandancia de la Guardia Civil, es, como solemos decir en este oficio, mucho más elocuente que un editorial, yo diría incluso que da para un ensayo sobre la picaresca, la devoción y la caída. Qué gloria ver la compostura del jamonero en esas primeras fotografías, con el aspecto de quien ha pasado muchas horas de holganza y no ha tenido tiempo de asumir su nueva suerte; la camisa abierta, despecheretado; la barba coqueta y recortada; la piel resplandeciente de quien se ha expuesto muchas horas indolentemente al sol y, sobre todo, esa sonrisa que expresa al mismo tiempo felicidad, orgullo de saberse perseguido por los fotógrafos, vanidad e incluso cierta compasión por todos los pobres desgraciados que aún no hemos resuelto el oscuro deseo de la pereza y, es más, somos conscientes de que nos moriremos cumpliendo los estrictos horarios de trabajo.

Hay también un rasgo de amargura en la mirada y en la forma en que ladea la cabeza, pero no es una amargura por lo que le espera sino, quizá, por lo que ha dejado atrás: una libertad diferente a cualquier libertad; la tristeza somnolienta de sus apartamentos; la colección de guayaberas y pantalones cortados a la altura justa para exhibir con jactancia las pantorrillas poderosas; los sonidos suavísimos de las aves del paraíso; la melancolía de los atardeceres; la sonrisa de las muchachas adornadas con abalorios de flores y el recuerdo del dulzor de los cócteles servidos en copas decoradas con palmeras de papel y bengalas.

El jamonero, sin embargo, declaró al juez lo contrario que sugerían las primeras imágenes: que está arruinado, casi pobre, perseguido, desfondado, amilanado y derruido. Sin embargo, su confesión llega tarde pues en el imaginario popular el jamonero de Trevélez representa , a pesar de su protesta, una aspiración secreta que anhela el crimen y el paraíso, el placer y la audacia criminal y que se podría enunciar con una expresión tan simple como bruta: dar un buen golpe y largarse a una costa del Caribe.

Este tópico está construido sobre unos pocos (poquísimos) estafadores y ladrones que alcanzaron esas imaginarias riberas de aguas glaucas antes que él. El Dioni, por ejemplo, aunque nuestro jamonero es mucho más racial, acaso por su oficio entreverado de gordo y magro. Es rara esa mezcla de envidia y repulsión que suscitan estos personajes. La conciencia del hombre cansado y explotado puede ser así de ambivalente, como si alcanzar las playas caribeñas, además del descanso infinito, sofocara el escozor de la conciencia.

Por fortuna ni la ley, ni las víctimas ni el sentido común olvidan.

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