Afinales del año pasado, con los poetas jerezanos Josefa Parra y Ricardo Rodríguez, crucé a pie el paso fronterizo de El Tarajal, en Ceuta. Hasta aquel día había cruzado a menudo la frontera de Marruecos, pero lo había hecho en coche o en barco, nunca a pie. La impresión fue muy extraña. A un lado, el izquierdo, había un pasillo rodeado de vallas metálicas, lleno de mujeres marroquíes cargadas con grandes fardos que forcejeaban y gritaban. Cuando íbamos a meternos por allí, un policía corrió a advertirnos: "No, no, por la jaula no. Vayan por el otro lado, el de los españoles". En el otro pasillo no había vallas metálicas ni mujeres gritando y empujando. En realidad no había nadie. Cruzamos tan tranquilos, mientras las mujeres de la "jaula", con sus grandes fardos a cuestas, intentaban abrirse paso como si fueran una manada de vacas obligada a meterse a fustazos en la pequeña abertura de un corral. Y por el ruido que venía de la "jaula", estaba claro que en cualquier momento podría producirse una estampida.

Pero el espectáculo de verdad estaba al otro lado de la frontera. Centenares de mujeres subían por una colina con sus grandes fardos a cuestas. Eran las mismas mujeres que tenían que meterse en la "jaula" y empujar y forcejear. Luego me enteré de que aquellas mujeres pasaban cuatro o cinco veces al día con los fardos de ropa que compraban en el polígono del Tarajal, sobre todo en las naves de los fabricantes chinos. Por cada viaje de ida y vuelta a Ceuta (lo que también significaba subir la colina), aquellas mujeres cobraban 5 euros. Trabajando seis días por semana, y cargando con bultos de cincuenta o sesenta kilos, podían ganar unos 600 euros al mes.

A comienzos de este año, una mujer murió aplastada en Melilla cuando cruzaba el paso fronterizo. Era joven y universitaria, licenciada en filología árabe, pero había tenido que ganarse la vida como porteadora, igual que las esclavas del Faraón, como si la vida no hubiera cambiado nada en los últimos dos mil años. Y ahora, dos mujeres más han muerto aplastadas en Ceuta. Una de las mujeres tenía 32 años; la otra, 54. Quizá me las crucé aquella mañana húmeda de octubre, bajo el viento marino, mientras ellas se abrían paso en la "jaula" y se oía un tumulto de gritos y empujones que sonaba como un rebaño de reses enloquecidas. Pocas veces en la vida he sido tan consciente de mis privilegios de occidental como aquel día en el paso fronterizo de Ceuta. Bastó que el amable y agotado policía nos señalara el paso reservado a los europeos, y pudiera apartarme de la "jaula" donde las mujeres marroquíes gritaban y empujaban con la cabeza bajo un peso de cincuenta o sesenta kilos, como si la vida no hubiera cambiado nada en los últimos dos mil años.

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