¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

El langostino, animal político

El langostino sirve para ablandar voluntades y propiciar consensos, pero también es símbolo del poder

El imperdonable antropocentrismo de Aristóteles le indujo al error de considerar al hombre como el único zoon politikón de la creación, pero los avances de la ciencia de las últimas décadas han permitido el descubrimiento y catalogación de nuevos bichos que también reclaman su condición política y social. Ahí está el burro, convertido en acertado símbolo del independentismo catalán en contraposición del toro de Osborne que diseñó Manuel Prieto, uno de los hijos más preclaros que ha dado El Puerto de Santa María en el siglo XX, junto a Alberti, Muñoz Seca y nuestro admirado Enrique García-Maíquez. O la oveja con la que todos los elegantes del País Vasco adornan sus coches como argumento incontestable de su derecho a la autodeterminación. Andalucía, que como cualquiera sabe no tiene nada que envidiar a nadie en cuanto a hechos diferenciales se refiere, ha adoptado también su propio animal político no sapiens: el langostino (de Sanlúcar de Barrameda, a ser posible).

La importancia que tiene el Penaeus vannamei en el imaginario político andaluz es incuestionable. Ya desde el inicio de la autonomía se hizo patente la afición de nuestra clase política a este fruit de mer que representa como nadie nuestras ansias de autogobierno. El langostino sirve para ablandar voluntades y propiciar grandes consensos, pero también es un animal totémico, símbolo del poder y blasón que se pone en los escudos como antes se ponían calderos o cabezas de moros. No existe pretencioso, arribista, o aprendiz de señorito que no presuma de sus atracones de langostinos en el ya desaparecido Gitano Rubio (responsable de la ruina de varias fortunas familiares) o en Bigote, buque insignia de la restauración sanluqueña. Desde el presidente Borbolla, no se puede gobernar Andalucía sin cumplir con la ritual ingesta de crustáceos en Bajo de Guía. Hay cosas que el actual Gobierno y sus ansias reformistas no pueden cambiar, y ésta es una de ellas. De ahí la inevitabilidad de la ya célebre cena del Ejecutivo de Moreno-Marín junto a la desembocadura del Guadalquivir. Toda polémica al respecto no puede ser más que injusta y malintencionada. Sin embargo, sí hay que afear la imperdonable nocturnidad con la que se perpetró el banquete. A Bigote hay que ir de día para disfrutar del caliginoso horizonte del Coto, el que Caballero Bonald describió y Carmen Laffón pintó. El langostino tiene su paisaje y sin él todo es oscuridad. Esas cosas debería saberlas un Gobierno. ¿Para qué tiene asesores?

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