No tengo muchas dudas de que esta haya podido ser una mala semana para la justicia española, pero sobre todo, un mal día el del pasado martes cuando nos enterábamos de que el tribunal de Estrasburgo consideraba que en el juicio contra Otegi se habían conculcado los derechos fundamentales del dirigente de Bildu. A semejante vapuleo se añadía que en el mismo fatídico día, el Tribunal Supremo emitía un veredicto contradictorio, además de vergonzoso para muchos ciudadanos, contra una sentencia anterior en el ya conocido como caso de las hipotecas. Las dos noticias, malas, evidenciaban una doble realidad doblemente mala para España, por un lado, que nuestra justicia, en algunos casos, no alcanza los mínimos niveles de calidad democrática que podrían homologarla con la justicia europea. En la otra cara de la realidad, la reiterada injerencia de otras instancias, sean políticas o económicas en la administración de justicia. De las dos, la más preocupante, sin duda, es la segunda, porque si es cierto que en el ejercicio de la justicia, España recuerda a veces a países como Venezuela o Brasil, también lo es que tenemos la suerte de que las consecuencias se pueden corregir en tribunales europeos. Algo que, en el futuro, veremos repetirse en Estrasburgo, sobre todo, con los casos relacionados con Cataluña y el procés.

Opino, en cualquier caso, que más me preocupa el segundo asunto, el que tiene que ver con la manifiesta injerencia de instancias económicas y, sobre todo, políticas, en la administración de justicia; en los fallos, en los procedimientos y en la propia organización y funcionamiento del sistema; la existencia de determinados juzgados como la audiencia nacional, el sistema de elección de jueces para esos juzgados o, incluso, la distribución de casos que se fuerza para que caigan o dejen de caer en juzgados afines.

Y tanto me preocupa que me llenó de desaliento y tristeza escuchar el pasado miércoles al presidente, cuando intentaba salir del entuerto en el que el Supremo nos ha metido, anunciar un decreto ley para que el impuesto sobre actos jurídicos de las hipotecas lo pagase de ahora en adelante la banca, como si de eso tratase el problema.

Pensaba yo que lo que iba a anunciar era un impulso decidido a la renovación profunda y democrática del sistema judicial en España que ese sí es el problema. Aunque si con los que tiene que tratar y consensuar esta importante e ineludible transformación, son los mismos que se fueron la semana pasada a Alsasua a intentar inundar Euskadi de odio, aviados vamos.

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