Aún con esa mezcla de asco, tristeza y rabia que me dejan -la pieza Barberá está recién cobrada- las exitosas cacerías tan de moda en esta España nuestra puritana, inmisericorde y miserable, quiero detenerme hoy en la calidad de nuestros políticos. Lo hago en mi condición de ciudadano profundamente decepcionado por el hecho de que un arte noble, sin duda indispensable, haya acabado convirtiéndose en un oficio mezquino e indeseable. Afirma Vargas Llosa que la política saca a flote lo peor del ser humano. Tiene, por desgracia, toda la razón. No es de recibo, por ejemplo, que nuestros teóricos líderes lleven décadas sin saber ni querer pactar políticas de Estado en materias básicas como la educación o el reparto competencial. Muy al contrario, orillando lo fundamental, ellos se afanan en gestionar nuestros problemas colectivos no desde la cabeza de las instituciones, sino desde el estómago de los partidos. El cortoplacismo, el filibusterismo, el sectarismo, el cainismo, convenientemente alentados por medios de comunicación estúpidamente frentistas, han ido ganando terreno en el modo en el que estos próceres mediocres dicen ejercer nuestra representación.

Y es que no hay barrera que no hayan destrozado: al consenso y al diálogo han antepuesto la autoexclusión y la diferencia como señas de identidad; a la inderogable honradez, una orgía de corrupción y de desvergüenza; al sentido común y a la buena educación, un estomagante postureo, vacío de ideas, asombrosamente infantil y efectista; a las mínimas garantías legales, una fiesta de prejuicios, condenas prematuras y odios irracionales; a la sensatez, al cabo, una bronca perpetua en la que ya no hay adversarios, sino enemigos a los que deshonrar y eliminar.

No es posible que esta tropa de ególatras, niñatos, golfos y faltones pueda hacer avanzar al país. Su inmoderada ambición de poder no deja oportunidad alguna al diseño coherente de horizontes razonables. La mala política ha llegado para quedarse: sus pésimos actores, la peor promoción que uno recuerda, incapaces de oír los argumentos del otro, dispuestos permanentemente a oponerse, incluso a costa del bien común, son un pesado lastre que terminará hundiéndonos.

Me objetarán que sí, que acaso acierte, pero que les votan. Quizá sea eso lo que más me asusta: la certeza, o casi, de que no se diferencian demasiado de quienes, hijos de una nación inculta y estabulada, los jalean, apoyan y encumbran.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios