LA nueva ley antitabaco, que entró en vigor ayer, convierte a España en uno de los países más prohibicionistas de la Unión Europea. Pocas naciones, en efecto, se han empleado con tanto rigor contra el hábito malsano de fumar. Malsano para los que fuman, claro es, pero también para los que soportan sin querer los efectos nocivos del humo del tabaco. A preservar la salud de los fumadores pasivos, arbitrariamente dañada por la acción de otros, va precisamente orientada con total prioridad la legislación vigente desde ayer, que acaba con la ambigüedad de la ley de 2006. Dicha norma trató de compatibilizar los derechos de los no fumadores con los de los fumadores, especialmente en los lugares de ocio (bares, cafeterías, restaurantes), habilitando zonas específicamente reservadas a los fumadores y separadas del resto. Lo cierto es que pocos establecimientos han hecho las reformas necesarias, de modo que el grado de cumplimiento de la ley ha sido escaso. Por lo que se refiere al segundo objetivo, que era reducir el número de fumadores, fue un completo fracaso: el porcentaje de españoles que fuma ha aumentado levemente en vez de disminuir. Con la ley aplicada desde ayer la situación es más nítida. Sencillamente, no se podrá fumar en ningún espacio público. Quienes deseen seguir malgastando su salud habrán de hacerlo en privado, en casa o en la calle, sin perjudicar a nadie más que a sí mismo. La norma es, en su conjunto, muy positiva para la salud pública, aunque el Estado y las comunidades autónomas deberían realizar un esfuerzo de educación, persuasión y ayuda a los ciudadanos que continúen con la adicción al tabaco y no limitarse a reprimirlos. Está demostrado que el tabaco hace enfermar y puede causar la muerte, y también que la pura represión no sirve para acabar con las toxicomanías. Con todo, bienvenida sea la nueva ley, promovida, elaborada y puesta en práctica por un Estado democrático que, ciertamente, no ha dejado de aumentar los impuestos sobre el tabaco, beneficiándose así de lo mismo que persigue.

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