El futuro brillante de su propia historia se le torció a Granada -¡quién lo iba a decir!- cuando aquel extraño marino deambulaba, acompañado de frailes y cartógrafos, por las inmediaciones de aquel campamento que los Católicos Monarcas hicieron llamar Santa Fe y que, desde el principio disfrutó de estatuto y trato de ciudad, como una premonición inmediata a la definitiva conquista de la que hasta entonces fuera capital del reino nazarí.
Aquel casi andrajoso personaje, envuelto en la nube de su nunca desvelado misterio, sobrevivía -nadie sabe de qué- a la espera de la gloria y la desgracia a un tiempo de un descubrimiento espectacular, que dimensionó la corona española hasta límites nunca pensados y truncó, definitivamente, el brillo de Granada que habría de ceder el puesto primigenio a beneficio de Sevilla, que fue cabeza de la carrera de Indias, puerta continental del Nuevo Mundo y verdadera santa fe de millares de desheredados que marchaban a hacer las Américas cuando de la península huían impelidos por los sueños, el hambre, la miseria o las ansias de inconcretas gloria y hacienda.
Todo hacía presagiar que Granada sería, desde ese comienzo de la decimosexta centuria, lugar único y meta, desde todos los puntos en la rosa de los vientos de la cristiana Europa y sin embargo dejó de ser así, cegados todos por el brillo fantasmagórico del nuevo, desconocido y prometedor mundo que se abría, más allá -Plus ultra- de la Mar Océana, preñado hasta insospechados límites de ilusiones, sueños, encantos y desencantos.
Aún así, Granada se conformó, a lo largo de los siglos posteriores, como ciudad de artes y de las letras, inmenso pupitre de estudio universitario y residencia culta de la ciencia y del saber.
Granada fue Ciudad de la Poesía siglos antes de que así fuese declarada pomposamente. Aquí nació el soneto en castellano de labios de Boscán y Garcilaso y en los siglos posteriores las plumas, los pinceles, las gubias y los cinceles conformaron la que fuera conocida -aunque nunca así declarada- verdadera Ciudad de la Cultura.
En nuestros días, apenas en estas mismas fechas, sus tristes gobernantes -de huero socialismo- indocumentados timoneles sin cartas, sin viento y sin timón, la acaban de sacar de las rutas del saber y del crear. Desde la Plaza del Carmen la hunden, torpemente, en otra mar océana de vulgaridad y de tristeza, espanto de músicos y cómicos y donde cunde el hambre de todos los que cultivan las artes y los sueños, que son los que de verdad de verdad nos humanizan y dimensionan ¿O no?
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