Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Qué maravilla

ME alegra que la Alhambra empiece a admitir, con muchas reticencias, eso sí, que el concurso de las siete maravillas del mundo fue una solemne tomadura de pelo. Una guasa, añadiría yo, a costa de la gente común. No es que la directora del Patronato de la Alhambra, Mar Villafranca, lo haya reconocido de una forma tan terminante, pero al menos ha sugerido que algo no funcionó, que el millonario suizo hizo trampa, que de alguna forma engañó a las miles de personas que, alentadas por la Administración, se gastaron sus cuartos en llamadas y mensajes para mayor gloria del patrimonio de Bernard Weber. Desde esta columna llevamos advirtiendo en balde desde mucho antes de que se consumase el embaucamiento de que el concurso era una mentecatez y que las instituciones bien podrían dedicar su esfuerzo, y su dinero, a fomentar empresas más serias, Es decir, menos majaderías. Pero nada. Tampoco es que tuviéramos demasiadas expectativas de que se escuchase nuestra voz por encima del festivo y patriotero galimatías que antecedió a la catástrofe. ¡Si ni siquiera hicieron caso a la Unesco!

Dice Villafranca que los "inesperados" resultados del concurso (es decir, la derrota de la Alhambra) "sepultaron" y "devaluaron" las expectativas del certamen. ¿De verdad que alguien creyó que la Alhambra saldría elegida, que los votos servirían para algo más que para incrementar las ganancias del promotor, que aquel montaje, en fin, era menos estúpido que vender agua imantada? ¡No me lo puedo creer! Y todavía resulta más increíble que la directora de la Alhambra y quienes alentaron la votación como una cuestión de honor hayan tardado meses y meses en reconocer que el sistema de votación no fue "democrático" ni "universal". ¿Cómo podía ser "democrático" un certamen en el que para votar era condición obligada el pago de un euro y medio? ¿Cómo podía ser "democrático" un concurso cuyos resultados (los parciales y los finales) eran secretos?

Pero no hay que andarse por las ramas para probar el despropósito pues es en la propia sustancia del certamen donde reside su estulticia. Un concurso inventado para conseguir dinero a costa de explotar los instintos provincianos más tópicos.

Y, por último, una mención a las ganancias. Según el falible cálculo de los encuestadores (el resultado se obtuvo de 615 entrevista telefónicas), Weber se embolsó gracias a España (y en particular a Granada) 4,71 millones por las llamadas de teléfonos y 6,61 por los mensajes del móvil. Es decir, 11 millones largos de euros, unos 1.830 millones de pesetas.

Para que luego digan que somos la tierra del chavico. ¡Qué esplendidez! El tal Weber tiene que estar agradecidísimo.

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