La metáfora bélica

Harán falta muchos años para que esta pena de hoy se convierta en un fantasma, en un eco afligido de nuestra nostalgia

Es comprensible que el Gobierno acudiera a la metáfora bélica para explicar una situación vertiginosa, de extrema urgencia, que implica una cantidad inaceptable de españoles muertos. Sin embargo, más allá del parte de bajas, las similitudes son muy escasas. Ni están en juego la soberanía o la existencia misma de nuestro país, ni se ha dado una devastación profunda e irreparable de nuestros recursos, y tampoco existe un enemigo insomne que utiliza nuestra información en favor suyo. Hay algo, aun así, donde las plagas y la guerra resultan indistinguibles: la traumática desolación que les sigue, y el abismo al que han debido asomarse médicos y enfermeros, decidiendo sobre la vida de sus pacientes, en una situación de caos y emergencia.

Un curioso error perspectivo, por otra parte, nos ha llevado a pensar que las informaciones se crean o se difunden, mayormente, para fastidiar al Gobierno. La verdad, sin embargo, es mucho más simple: hay millares de víctimas de una epidemia -hay todo un país confinado junto a sus miedos- y la gente quiere saber, no sólo qué ha ocurrido, sino si podría haber ocurrido de diferente modo. Al Gobierno le cumple ofrecer las explicaciones oportunas, dado que es quien se halla al mando de la situación. Y a la prensa le corresponde hacer su trabajo, que es informar a su clientela, en horas de temor e incertidumbre. Pero no sólo por un prurito de honestidad periodística a lo Defoe, "por penoso que sea un hecho debe contarse", sino por una mera cuestión de respeto a quienes han muerto y a quienes han visto mutilada, abruptamente, su familia. Las terribles cifras con las que nos desayunamos a diario no vienen acompañadas, sin embargo, del testimonio humano. Al igual que en la Guerra del Golfo (imágenes infrarrojas de un combate invisible), al igual que en el 11-S, se ha querido hurtar al público la evidencia y la crudeza de una catástrofe. ¿Por qué? Probablemente, por la misma razón que se ha querido presentar a sus víctimas como ancianitos convalecientes y algo gravosos, y no como personas dueñas de sí, que no merecían esta doble ingratitud: su conversión en material caduco y su inmediato olvido.

En esto sí nos parecemos a una guerra moderna: no hay combate, no hay cadáveres, no hay campo de batalla. Sólo una apacible y ordenada cifra de bajas. Tarde o temprano, sin embargo, el dolor exigirá su sitio. Y harán falta muchos años para que esta pena de hoy se convierta en un fantasma, en un eco afligido y vagabundo de nuestra nostalgia.

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