El milagro de una dimisión

Esta directora general recién dimitida ha preferido irse con discreción. Lo importante sería que su ejemplo cundiera

Antes, en la vida política española existían unas convicciones que eran como principios éticos mínimos, imposibles de traspasar sin que se perdiera toda la credibilidad. Estas convicciones, como necesarias señas de identidad, quedaban fijadas en los programas de los partidos, en compromisos verbales y en palabras pronunciadas ante la opinión pública. Existía la obligación moral de respetarlas si el político quería que su nombre también fuera respetado. La carencia de convicciones, o el fluctuar de unas a otras, según soplaran los vientos, calificaba a un político, o a su partido, de oportunista: una adjetivación maldita. Durante mucho tiempo no existió mayor descalificación. Pero todo eso ya pasó. Y entre los signos que señalan un serio cambio, a peor, figura la ausencia de cualquier señal de convicción política. El oportunismo, es decir, esa táctica líquida -que permite acomodarse sin pudor al interés más inmediato- ha ganado la partida. Y la mejor prueba de este dominio absoluto se percibe en la desaparición de las dimisiones personales. Se comprende que alguien, aunque cuente con unos principios claros y manifiestos, acepte como una prueba un cargo en el gobierno actual de España. Pero si esas convicciones, al cabo de cierto tiempo, chocan sin remisión con las propuestas reales que le imponen desde arriba, la única salida ética es la dimisión. Lo contrario, acomodarse, por oportunismo y prebendas, en el cargo crea una degradación que acaba olvidando y corrompiendo las primeras buenas intenciones. El oportunismo tan pronto atrapa, silencia las conciencias. No hace falta dar nombres, basta mirar hacia La Moncloa y sus ministerios. Por eso, ha sido acogido con sorpresa la dimisión de la directora general de Bellas Artes del Ministerio de Cultura. El suceso ha desbordado simbólicamente su propia importancia particular, como si mucha gente aguardara, desde hace tiempo, un gesto así: el aldabonazo de alguien que se atreviera, por fin, a decir, hasta aquí he llegado, ya no puedo más. Cuando menos, esa forma de decir basta, ha reconfortado y devuelto una cierta esperanza. Algunos hubieran preferido una explicación más pedagógica y pública de su gesto. Pero en estos momentos esas actitudes llamativas han sido monopolizadas por los que viven de exhibir cada día, con oportunismo, sus ocurrencias. Y esta directora general recién dimitida ha preferido irse con discreción. Lo importante sería, de todos modos, que su ejemplo cundiera.

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