En el santoral mitológico de España, agosto es un mes con dos nombres, el de Ignacio Sánchez Mejías y el de Manuel Rodríguez Sánchez, Manolete. Sus vidas de santos son desde luego muy toreras, es decir, que van a parar a la plaza que es el morir, pero son también dos vidas de una dignidad drástica. Manolete fue la dignidad de la postguerra española, el hieratismo como disidencia. Ignacio, a quien hoy aquí se glosa, encarnó una generosa y valiente hidalguía de entreguerras. Una nobleza europea, podría decirse. La biografía de Ignacio se construye en aquellos años en los que todo se ha movido. Muchas monarquías han caído, la democracia llama a la puerta como nuevo principio de legitimidad y el temor a una modernidad marcada por la técnica, el psicoanálisis, las vanguardias, la participación de las masas y la impureza, nutren ya el a la postre brutal, y casi general, ajuste de cuentas con la democracia liberal. Hay, en ese periodo, vidas que hoy solo pueden ser leídas como apostolados del miedo, y hay otras que hasta hoy brillan por su vocación de aventura. La de Ignacio es de la segundas. Mecenas de la vanguardia, estudioso del psicoanálisis, amante de la ciencia, buscó también la autenticidad del riesgo y la consanguinidad con los gitanos. No creo que haya en el siglo XX español una historia vital tan intensa y estética, tan europea, como aquella que tejió Ignacio.

Pero es otra cualidad, más intangible, la que en él destaca. Al gran Pepín Bello, eterno superviviente de la Residencia de Estudiantes, y, como le definió Buñuel, amigo de todos, le preguntaron, ya pasada la centena, por quién había sido el mejor amigo que había tenido, a lo que él respondió que estos fueron Federico García Lorca y el propio Ignacio, muertos ambos hacía ya más de setenta años. Gracias a sus sobrino nietos, inmejorables legatarios de la memoria del torero, he podido ver con calma el álbum de fotos familiar, y hay dos cosas que llaman la atención y que explican ese amor imperecedero de Pepín. Donde quiera que esté Ignacio situado, una especie de luz parece que distingue su lugar, y, cuando está con otra gente, muchos de ellos aparecen mirándole, novio del mundo, pendientes de su presencia. Decía el propio Pepín de Federico que cuando éste estaba no hacía ni frío ni calor, hacía Federico. El torero y su poeta parecen compartir así esa cualidad extrañísima de ser una atmósfera. El misterio del encanto radical.

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