La tribuna

León Lasa

Otra modesta proposición

EN los inicios del siglo XVIII, el principal problema que asolaba las tierras de la isla esmeralda (Irlanda) era el hambre, un hambre que tenía sus causas inmediatas tanto en una agricultura mal desarrollada como en una población que crecía de manera exponencial: las crónicas de la época hablan de la cantidad ingente de niños andrajosos y famélicos que vagaban por las calles de Dublín. La esperanza de vida era tan baja que un hombre a los cuarenta años ya pasaba por ser un anciano llamando a las puertas del cielo. En ese contexto histórico, el clérigo Jonathan Swift -un maestro del relato satírico e hilarante- tuvo a bien escribir Una modesta proposición (para prevenir que los niños de Irlanda sean una carga para sus padres o el país, y hacerlos útiles al público).

En ese relato corto, el autor de Los viajes de Gulliver ofrece a la consideración del público (tras comenzar destacando que "es melancólico para quienes pasean por esta gran ciudad o viajan por el campo, ver las calles, los caminos y las puertas de las cabañas atestados de mendigos del sexo femenino seguidos por tres, cuatro o seis niños, todos en harapos, importunando a los viajeros por una limosna") la posibilidad de reducir a la vez el hambre de gran parte de la población, el exceso de niños mendicantes y el número de papistas, destinando algunos miles de recién nacidos "a alimento delicioso y saludable".

La propuesta, obvio es, no tuvo favorable acogida. El hambre, de una manera u otra, siguió azotando Irlanda hasta bien entrado el siglo XX; y muchos de esos críos para los que Swift defendía un final indoloro al estilo del festín de Babette, terminaron siendo utilizados como carne de cañón del Imperio británico.

Poco podía imaginar Swift que dos siglos más tarde en Europa habría un problema generalizado de sobrepeso y que una de las principales cuestiones que tendrían que abordar los gobiernos sería no cómo alimentar a los niños, sino cómo afrontar las pensiones (figura de tan reciente creación) de un número cada vez más numeroso de viejos. Es muy probable que, enfrentado al problema, el irlandés realizara alguna que otra proposición al estilo de la de 1729, y que se cuestionara algunos de los elementos principales que hoy modulan esos pagos.

A buen seguro huiría de planteamientos tan evidentes (aunque difíciles de vender electoralmente) como serían, por ejemplo, que aumentada la esperanza de vida de los perceptores, en igual medida, al menos, habría que retrasar la edad de jubilación; o que las pensiones deberían ser corregidas y limitadas en función de las rentas o patrimonios preexistentes. Es posible que propusiera que la duración de la pensión se redujera a un número determinado de años -calculados por los actuarios correspondientes en función de las cotizaciones realizadas- y que, más allá de ese tiempo, fueran los hijos o descendientes de los beneficiarios quienes, por Ley, se tuvieran que hacer cargo de los gastos del mayor, invirtiendo la situación de sus primeros años de vida.

Esta medida, además de aliviar la carga del Tesoro, gozaría de la ventaja de promover la natalidad como manera segura de garantizarse una vejez digna. Algo de ello se atisba en Los viajes..., cuando señala que en el imaginario reino de Laputa, a quienes osan superar los ochenta años -los llamados struldbrugs- la ley los considera difuntos, y sus herederos toman posesión de sus bienes, a cambio de una renta miserable para su sustento. Dios mío.

Pero, con toda seguridad, sorprendería al teólogo el que, en un sistema de pensiones basado en lo que se denomina "reparto" (las cohortes de jóvenes que entran en el mercado laboral pagan con sus cotizaciones las pensiones de quienes se jubilan, de forma impersonal), y en idénticas circunstancias de nivel salarial, cotizaciones realizadas, etc, obtuviera, llegado el momento, igual pensión quien hubiera soportado los gastos de educación de tres o cuatro hijos que quienes, alternativamente y dentro de un abanico de opciones del todo respetable (faltaría más), hubieran optado por no tener ninguno y dedicar esas cantidades a costearse un plan complementario de pensiones.

Ante lo que consideraría una manifiesta injusticia es posible que realizara otra modesta proposición: que la pensión de jubilación correspondiente se viera incrementada en un porcentaje equis en función de los hijos que se hubiera tenido y criado de manera responsable y provechosa para la sociedad; y ello como compensación a los gastos realizados en su crianza y educación. Swift concluiría que sin los ruidosos hijos del vecino, el diletante de turno no disfrutaría de jubilación pública (ni de viajes solidarios).

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