Mi monja

Ella se resiste a creer que solo necesitan comida. También quieren que se les achuche

Dos grandes fogones. Cacerolas de acero inoxidable. Un camión del Mercadona con avíos para un cocido, como dice Arguiñano, con fundamento. Ella, mi monja, subida en una caja de madera para llegar a remover la olla. Un paréntesis por el maldito coronavirus, pero otra vez en la guerra contra el hambre en nuestra ciudad. Ya apenas quedan voluntarios con ella. La pandemia además ha hecho mella en todos. Apenas unos señores mayores a quienes la vida les sigue sujetando a lo que de pequeños le enseñaron debía ser hacer el bien a los demás.

Hace cinco años escribí de mi monja. Hoy, Navidad, vuelve a merecer la pena hacerlo. A su hogar acuden como ella dice, sólo criaturas de Dios. Pero éstas tienen hambre. Gentes de todo tipo: en paro, drogadictos, endeudados, malheridos en su dignidad… dignos hijos de Dios. No miran a los ojos cuando comen. Pero son agradecidos. Siempre devuelven lo que se les da. Una sonrisa, un "gracias", un "adiós"… o cincuenta euros en un espejo de bolso que una de ellos le dio al marcharse y que encontró cuando lo abrió buuscando regalos para hacerles el día de Reyes.

Mi monja se resiste a creer que sólo necesitan comida. También quieren que se les achuche; a veces, más que un plato de comida. La soledad fue su peor enemigo. Un gesto, una atención, un detalle, ahora un feliz Navidad… hay veces que sólo pasan el rato, que acuden al comedor con el pretexto de asearse, de ducharse, de vestirse de limpio para una cena en una Nochebuena, que no será, seguro, como la nuestra.

Mi monja les enseña a mirar a los ojos, a secarse las lágrimas, a caminar hacia adelante. Mi monja les dice que no es ella la que los cuida, que es su Dios. Sólo que su Dios viaja más rápido cuando para sus invitados se trata. Desde hace más de treinta y cinco años, a sus invitados nunca les faltó de nada gracias a Él. Crean o no crean. ¿O es que los ateos no tienen estómago? -dice.

Mi monja un día se irá. Le faltarán esas fuerzas con que cada día ha hecho de su vida un completo servicio a los demás. No le preocupa. Su Dios seguirá viajando en los camiones del Covirán, del Carrefour o del Mercadona; y cuando llegue Navidad, mi amigo Paco de Puerta Bernina, les acercará como cada año a ese Dios que tanto admira en forma de dulces y troncos de Navidad. Y una paella. Y Dios proveerá. Y Dios siempre proveerá.

Mientras tanto, mi monja sigue ahí, subida, en una caja. Haciendo para esta Navidad un cocido, como dice Arguiñano, con fundamento.

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