Postrimerías

Ignacio F. / Garmendia

Las mudanzas

EL relato de cualquier vida cabe en unos pocos apuntes y todo lo demás es hojarasca. Absurdamente acumulamos papeles a los que concedemos una significación especial, pero cuando hay que desmantelar la casa para empezar de nuevo comprendemos que muchos de ellos no tienen más valor que el de los asientos contables de una teneduría. Esos asientos, como las tablillas de barro donde los escribas registraron la administración o la economía de los palacios antiguos, pueden aportar información sobre el historial o las costumbres, pero serían los improbables arqueólogos del futuro los únicos interesados en reconstruir, a partir de las hojas volanderas, episodios que no necesitan ser cifrados en restos significativos.

Antes de la extensión de las tecnologías, el itinerario personal podía resumirse en cuatro pecios que cabían holgadamente en una caja de zapatos. Los dominios virtuales han acabado con las lagunas o los tiempos en blanco y hay quienes dejan constancia, también en imágenes, de cada una de sus horas, al modo de esos diaristas pretenciosos que anotan sucesos irrelevantes sin dudar de su interés para la posteridad. Como los biógrafos mediocres, que se limitan a trazar un exhaustivo recuento sin atender al sentido de las vidas que retratan, los adictos al ego se han convertido en concienzudos documentalistas de sí mismos y necesitarían miles de estantes para archivar -aunque ya no sea preciso un espacio físico- lo que juzgan inestimable. Todo lo que importa, sin embargo, se aloja en la cabeza, y no es malo sino al contrario que en ella bailen, desordenados, las fechas y los escenarios.

Decía el de Loyola que en tiempo de tribulación no conviene hacer mudanza, pero éstas, si se trata de cambiar de ciudad o de barrio, tienen una cualidad sanadora. Abrir de nuevo las carpetas que no se abrieron durante años es entender, con las manos sucias de polvo, que no las necesitamos para nada, pues lo que pesa -lo que no es letra muerta- permanece de todos modos y no hacen falta recordatorios redundantes. Una parte de nosotros se queda para siempre en los lugares que hemos habitado, pero la otra -que es la que se levanta por las mañanas y se alegra o duele de seguir instalada en una conciencia viva- sigue la vía más o menos ardua, felizmente abierta, que conduce a ninguna parte. No se borra la memoria porque arrojemos decenas de cajas a los contenedores, camino del vertedero. La nostalgia, en fin, es el lujo que se permiten quienes ya encontraron su lugar en el mundo.

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