El lanzador de cuchillos

La muerte cíclica de Miliki

Si hoy me río de lo que me río es gracias, sobre todo, a Mortadelo y Filemón y a aquellos sketches de los payasos de la tele

Cuando, a mediados de noviembre, las redes se hacen regularmente eco del aniversario de la muerte de Emilio Aragón, me acuerdo siempre de un viejo chiste de Eugenio: "Saben aquel que diu que era un nen que le pregunta a su padre: Papá, ¿los niños buenos dónde van? Y el padre le contesta: al cielo. ¿Y los malos? Al infierno, hijo mío. Papá, ¿y qué tenemos que hacer los niños para ir al circo?"

La muerte cíclica de Miliki sirve a millones de cuarentones españoles para revisitar una infancia voluntariamente deshabitada. Porque Miliki, junto con sus hermanos, forma parte de la educación sentimental de la gente de mi edad. En la conformación de mi sentido del humor supongo que habrán influido muchas cosas, pero yo me río de lo que me río gracias, sobre todo, a Mortadelo y Filemón y a aquellos sketches surrealistas y enloquecidos de los payasos de la tele.

Mi preferido era, sin duda, Miliki. Me gustaba de él su aparente sensatez, siempre contradicha por las consecuencias caóticas de sus intervenciones. Esa autoironía del personaje, que después de una declaración grandilocuente inmediatamente rebajaba las expectativas sobre sí mismo, lo hacía cercano y entrañable. Yo tenía seis o siete años y aquel clown de gorra escocesa y acordeón empezó a moldear mi personalidad, enseñándome una primera lección: nunca te fíes de la "gente importante" ni de los que se toman demasiado en serio.

Como dice Ernesto Sábato, no hay más patria que la infancia y la mía está especialmente viva en aquellos viernes de tele y campurrianas en casa de la abuela Concha. Yo, que no sabía si Franco se estaba muriendo o se había muerto ya, porque no sabía quién era Franco, llegaba del colegio y me sentaba delante del televisor con mi colacao y la excitación de quien va a asistir a un acontecimiento único. Entonces, al compás de una charanga arrolladora aparecía Gaby y gritaba "¿cómo están ustedeeeeeees?" y yo respondía a voz en grito "bieeeen". Y así iban desfilando, uno tras otro, Fofó, Miliki y Fofito, animándonos a los niños de España a que contestáramos cada vez más fuerte. Y yo me desgañitaba: "Bieeeeeen". Nunca hubo más color en la televisión que en aquella televisión en blanco y negro.

La recurrente muerte de Miliki enciende como faros los ojos de mi memoria y aquel "¿cómo están ustedeeeeees?" ya no suena como un saludo efusivo y vital, sino que se transforma en el himno nacional de la niñez, ese país del alma al que, como emigrante de uniforme a cuadros y zapatos gorilas, uno acaba siempre por regresar.

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