Paisaje urbano

Eduardo / osborne

La muerte del torero

LA noticia de la muerte del torero perfora la tarde calurosa e interminable de julio, y nos devuelve a la sensación antigua y adolescente, perdida ya en la memoria, de las tragedias casi sucesivas de Paquirri y El Yiyo, a mediados de los ochenta. Digan lo que digan, y se pongan como se pongan tantos como asoman sus miserias por Twitter, la muerte del torero sigue representando la tragedia más nuestra, un sacrificio fuera de programa, un misterio incomprensible para esta época hedonista y posmoderna que se empeña en poner al hombre a la misma altura que los animales.

Visto así, la muerte del torero tiene algo de anacrónica, de suceso novelesco digno de una película costumbrista de los años cuarenta, que no tiene cabida en la sociedad del bienestar y el progreso. Un joven de veintinueve años de hoy, con familia y estudios, decide pasada la adolescencia intentar ser torero, o lo que es lo mismo, citarse cada tarde con la suerte. Vivir, como diría el poeta, en la ribera de la muerte. Una locura. Así lo proclamaba, entre ingenuo y orgulloso, en su última entrevista recordada ahora, y quién le iba a decir que el día menos pensado él mismo iba a entrar en esa lista de héroes de la tauromaquia.

La muerte del torero modesto, como es el caso, tiene además un componente de sencilla tristeza que la hace, si cabe, más auténtica. Sin los revestimientos del dinero y del aura mediática que suelen rodear a las figuras de renombre, la muerte del torero en la plaza es la representación más cruda de la dialéctica final entre la inteligencia y el instinto, entre lo finito y lo infinito, entre la vida y la muerte. Es precisamente esa carga de verdad tan desnuda ("aquí se muere de verdad, y no de mentirijilla, como en el teatro", le dijo Cúchares a Julián Romea) lo que hace del toreo un arte sin igual y por el que se han interesado desde siempre reconocidos intelectuales de todas las ideologías.

Al contrario de lo que otros opinan, la muerte del torero no beneficia a la fiesta, sino todo lo contrario, apuntala la teoría de fiesta bárbara y anticuada que sostienen corrientes cada vez más numerosas, no necesariamente ecologistas, y suma a los negros augurios sobre su futuro. Pero mientras todo llega, siempre habrá un modesto rincón como éste para recordar a quien dio su vida por cumplir un sueño, algo al alcance de muy pocos. Alguien como Víctor Barrio, torero.

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