Ojo de pez

Pablo Bujalance

pbujalance@malagahoy.es

Otras muertes

En cuanto a muertes, la normalidad también se cobra su cuota. Pero para esta tragedia no hay recuentos

Entre los diversos balances relativos a los meses de confinamiento que salen a la palestra estos días, hay uno que llama especialmente la atención: durante la clausura mantenida en Japón como respuesta a la epidemia del coronavirus, el número de suicidios se redujo en casi un 20%. En España, ya se sabe, la cuestión de la autólisis es considerablemente más reservada y es difícil que trasciendan datos de este tipo, por razones muy diversas. Pero la sensibilidad nipona es distinta respecto a la materia: en las tempranas crónicas que escribió sobre Hiroshima en los meses inmediatamente posteriores a la bomba atómica, Kenzaburo Oé agradecía que en Japón no existiera la persecución moral que se daba contra el suicidio en otros lugares como Europa, ya que esta, digamos, ausencia de juicios trascendentes facilitaba la decisión de quitarse la vida a quien se hubiera cansado de soportar el dolor causado por la radiación. Sí sabemos, no obstante, que la tasa de suicidios en España, y particularmente en Andalucía, no es en realidad muy inferior a la de Japón. Y la reducción de esta tasa tiene que ver, parece, con una menor incidencia del estrés y de la competitividad a los que vive sometida la población trabajadora en el país asiático. El coronavirus, quién lo diría, ha significado para muchos una ocasión para parar y ver algo de luz.

En el empeño general puesto en regresar a la normalidad de antes, es muy cierto que la epidemia ha causado la muerte de muchos. Pero convendría admitir que en aquella normalidad de la que veníamos también moría, y volverá a morir, mucha gente. No sólo por enfermedades incurables, ni por la fatalidad: también por el hecho de que esa normalidad a la que ahora se pretende volver somete a muchos a una presión que en demasiados casos es insoportable. Esa misma normalidad se cobra su cuota, bien a través del suicidio, de la mala alimentación o de un estrés capaz de liquidar al más pintado con un infarto cerebral. Estos días hemos asistido al recuento diario de las muertes por el coronavirus y al lógico enfado de la opinión pública cuando el recuento no parecía fiable; pero las muertes que genera la normalidad como causa directa no son objeto de recuento, ni de análisis ni de debate en la opinión pública, y nadie se lleva las manos a la cabeza ante la falta de información. Estas muertes se dan por hecho, sin más. Suceden porque sí. Y ya está.

La diferencia es evidente: el coronavirus amenaza con colapsar el sistema, mientras que las muertes que el mismo sistema genera son un precio a pagar razonable en cuanto llevadero. Buen negocio, al fin y al cabo.

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