Resulta innegable que los totalitarismos están ganando terreno en las cuatro esquinas del orbe. Para cualquiera, a poco que no sucumba a una percepción hemipléjica de la realidad, ese modelo de régimen ampara ideologías muy diversas, incluso opuestas, pero hermanas en métodos y canalladas. Conviene preguntarse, pues, cuáles son los factores que alientan tal deriva y cuáles los antídotos que acaso lograrían detener su avance.

En un artículo reciente -Necedad y totalitarismo- Josemaría Carabante, a partir del ejemplo de Dietrich Bonhoeffer, aquel teólogo luterano que por enfrentarse a Hitler fue ahorcado en abril de 1945, pone el acento en la audacia de la dignidad personal. No se trata tanto de conservar una conciencia tranquila -la intranquilidad jamás martirizó a los dictadores-, como de infundir la superioridad ética de una conciencia buena. Junto a ella, la fortaleza de las convicciones, el celo por la integridad o el sentido insobornable de la decencia constituyen armas potentes frente a la tentación totalitaria. Pero no son las únicas, ni quizás las más eficaces. En tal sentido, afirmaba Bonhoeffer que "para el bien, la necedad constituye un enemigo más peligroso que la maldad". De ahí el incalculable valor preventivo de la inteligencia. Sé que ésta vive pésimos tiempos en una sociedad acrítica y apesebrada. Como señalara Félix de Azúa, una legión de tuiteros farsantes, que ensucian el mundo con su estupidez y su odio, ya se encarga de amedrentar el criterio propio, de atontar la reflexión personal y de hacer tambalear la fe en las ideas originales y heterodoxas. Aun así -Eric Voegelin o Hannah Arendt lo fundamentan con excepcional perspicacia-, la inteligencia sigue siendo la mejor vacuna contra el fervor totalitario.

No se olvide que el totalitarismo se construye sobre una sociedad que lo aúpa y consolida. Concluye Carabante: "La tónica de los tiranos no suele cambiar mucho: cuando el pueblo se da cuenta del engreído al que ha votado es demasiado tarde y ya están los bobos firmando decretos a mansalva".

Es ahí, exactamente ahí, en una educación que recrimine la necedad e impulse el tesoro del razonamiento individual, donde se libra la verdadera batalla contra esa ignorancia gregaria y cómplice que encumbra opresores y cimenta autocracias. La estamos perdiendo, lo reconozco. Aunque tal vez más por nuestra inacción suicida que por el presunto y batible poder de tan abyecto adversario.

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