La niña del desierto

El último día que estuvo en Granada la llevé a una tienda de juguetes, pero no quería ninguno. Ella prefería un grifo, creyendo que aquel aparato serviría en su casa del desierto

Me encanta contar esta historia. Es una historia que flota en mi memoria cada vez que pasamos por una ola de calor y me recuerda aquellas terribles ardentías que tuve que soportar en los campamentos de Tindud, a donde había ido a hacer un reportaje sobre un hospital construido y financiado por un constructor granadino muy motivado por la situación en la que vive desde hace muchos años el pueblo saharaui. Aquella ocasión la aproveché para ver a la familia de Fathra, una niña del desierto que venía los veranos a mi casa gracias a la campaña de Vacaciones en paz, la cual lleva dos años suspendida por culpa de la pandemia. Fathra debe tener ya casi treinta años, pero recuerdo su carita asustada cuando pisó por primera vez nuestra casa. Ella vivía en el campamento de Smara, en pleno desierto, donde las temperaturas superan fácilmente los 50 grados. Allí la ola de calor es permanente y ellos están en desventaja porque las tiendas de campaña en las que viven no tienen aire acondicionado, ni siquiera frigoríficos con las que enfriar las bebidas o conservar los alimentos. Fathra tenía seis años cuando vino a Granada por primera vez. Lo que más le gustaba era estar delante del lavabo con las manos debajo del chorro de agua que salía por el grifo. Era su pasatiempo preferido. Yo le regañaba cuando se eternizaba en esa manía suya y trataba de hacerle comprender que el agua era un bien escaso y que no debía desperdiciarse. Explicarle eso a una niña que viene del desierto es como impedirle a un niño diabético la ingesta de un sabroso dulce. Así que cuando nos descuidábamos ya estaba abriendo los grifos para mojarse las manos y ver correr el agua. El caso es que el último día que estuvo en Granada, la llevé a una tienda de juguetes con la intención de que eligiera uno como regalo de despedida. Durante el recorrido por el establecimiento la vi mohína y triste: no quería ningún juguete. Le pregunté qué quería y no me contestó. Pero al pasar poco después por una ferretería que había cerca de la tienda de juguetes se acercó al escaparate y me señaló lo que anhelaba llevarse a su casa. Era un grifo. Ella creía que aquel aparato por donde salía agua también serviría en su casa del desierto. La abracé con esa ternura que inspira la ingenuidad y, por supuesto, le compré el grifo.

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