Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

El nombre y la pasta

ESCRIBIRÉ sus nombres por primera y, seguramente, por última vez: Charles Prince; Stan O'Neil; G. Kennedy Thomson, y Kenneth D. Lewis. Son más pero eludo transcribir la relación completa para no saturar la paciencia del lector. Además, el nombre, en este caso, salvo que sirva para establecer algún razonable lazo de consanguinidad, es un dato subalterno. ¿Qué tienen en común? Un guionista podría fijar libremente a cada nombre unas circunstancias determinadas: un país de origen, una edad, un humor, un talla, una enfermedad, una esposa, unos gustos, unos hijos, un pecado capital, etcétera. Pero ninguno de esos vínculos es razón suficiente para que su nombre apareciera ayer en un recuadro publicado por el diario El País. El nexo decisivo es el sueldo que perciben de los bancos donde trabajan, los cuales han sufrido el mordisco de la crisis. Charles, 12 millones; Stan, 72; Kennedy, 16; Kenneth, 19, etcétera. Nada más escribir sus salarios he sentido remordimientos pues al redondear la cifra he suprimido unas décimas que cualquiera de nosotros habría aceptado sin vacilación.

En mis navegaciones periódicas por las páginas de economía había topado con declaraciones rotundas sobre la carga que representa para los bancos y las sociedades hipotecarias los sueldos de sus directivos, pero no había tenido oportunidad de enfrentarme a las cifras vivas, exactas, sin comentarios tendenciosos. He aquí algunas.

La discusión que ahora se plantea no es si los bancos pueden mantener, en la situación actual, los salarios extraterrestres de sus directivos que fijaron en la horma de un mercado liberal a ultranza en el que estaba prohibida la mediación de los poderes públicos sino si, en la nueva versión tutelada del capitalismo que están diseñando los estadistas, los gobiernos tienen derecho a fijar no sólo las ganancias de los ejecutivos sino a sumar puestos en los consejos de administración. No se trata de socializar el mercado sino de establecer contrapartidas a la nacionalización voluntaria de las grandes compañías en apuros, en particular los bancos. El sacrificio de los Estados (que es el sacrificio de la sociedad en la medida en que las inyecciones merman las grandes magnitudes económicas) debe ser compensado.

Ayer supimos que General Motors ha supeditado también el mantenimiento de su factoría en Aragón a una inyección "inminente" de 595 millones. Si aceptamos que no se trata de una extorsión sino de una petición razonable habría que establecer las condiciones. Es absurdo defender el libre mercado tal como ha existido hasta ahora cuando el propio mercado no sabe qué hacer con los estropicios que ha cosechado con su libertad.

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