La tribuna

josé María Agüera Lorente

Del oficio de enseñar

EL veterano profesor soltó la tiza. Había sido su última clase y había querido hacerla usando la tradicional pizarra. En los últimos años fue arrastrado por la marea tecnológica, pero siempre se resistió a renunciar a la primacía de la palabra. En su fuero interno conservaba la fe en ella, en su capacidad para transformar al ser humano, para hacerlo humano. Si al menos la memoria se mantuviera recia… Fundamental en su oficio, ahora que lo piensa. Lo que ha hecho prosperar a esta especie nuestra ha sido sin duda su capacidad de generación de ideas, pero también su poder de comunicarlas y conservarlas mediante la escritura. La memoria es ingrediente esencial del sentido, y el ser humano es el animal en busca siempre de sentido.

Echando la vista atrás tiene sus dudas de si ha sido un buen profesor. Pero cree que esto lo puede decir con certeza: no basta la palabra ni el conocimiento para que a uno le presten atención. Y sin lograr la atención del discípulo enseñar se hace imposible. Él ha conocido profesores carismáticos, seductores, inspiradores, con talento. Pero sin el aprendizaje del oficio…

Enseñar es un oficio. Como todo oficio, requiere su tiempo aprenderlo, cosa que a menudo se olvida en un mundo como el actual, en el que parece que todo se contagia de premura. Un oficio que nunca se termina de aprender porque se ejerce sobre el más complejo de los objetos, el mismísimo ser humano, enfrentado a diario a su insondable misterio, a las incógnitas que presenta la identidad de cada individuo. Lo aprende el profesor expuesto ante sus discípulos en la soledad del aula, un espacio entre cuatro paredes donde no cabe hueco en el que refugiarse, denso espacio cargado de todo aquello con lo que la comunidad social impregna los maleables espíritus de los jóvenes de los que siempre puede surgir una pregunta desconcertante o el desafío insolente a la autoridad del maestro. Una clase es un acto de comunicación que cuando va bien se convierte en comunión cultural, frágil latido del corazón de la civilización, que es su conocimiento. Empatía, equidad, respeto no pueden quedar nunca al margen. Lo contrario a todo esto nos arroja en brazos de la barbarie. He aquí el gran triunfo del profesor, el que sin alarde alcanza, casi sin ser él mismo consciente ni apreciarlo en lo que vale, con cada clase que imparte: mantener a raya la barbarie.

Desde el inicio del presente siglo se ha multiplicado el número de circulares, decretos, normativas y protocolos que atosigan al profesorado y lo reducen a la condición de menor de edad incapaz por sí mismo y desde su pericia profesional de desenvolverse competentemente ante los problemas propios del desempeño de su tarea; permanentemente menesteroso de tutela, por tanto. Se trata así de sustituir su juicio experimentado por las directrices provenientes de instancias ajenas al oficio, en cuya práctica, por otro lado, ha de darse la libertad necesaria para que quien lo ejerce no sea presa de la alienación. Diríase que ahora todos saben cómo enseñar (o educar) -progenitores, gurús de la innovación pedagógica, políticos…- salvo los docentes, percibidos socialmente como un anquilosado cuerpo institucional, anacrónico y aburrido, incapaz de ejercer su labor con probidad y eficiencia. Al profesor que sabe su oficio nadie de los que dictan la política educativa le presta atención. Pocos parecen apreciar su conocimiento, única fuente legítima de su autoridad. En ocasiones, hasta llega a ser sospechoso de pervertir a los jóvenes con ideas que pueden desafiar aquellas creencias cultivadas con celo en el sacrosanto seno familiar, donde se procura retener la exclusividad del poder moral sobre la prole. ¡Pero si este es el gran aporte de la escuela: mantener viva el ágora donde cada cual acude en su condición de miembro de una comunidad que está por encima de sectarismos implantados ya sea por la familia, por la nación, por la fe o por cualquier otra instancia abastecedora de prejuicios! El profesor ha de procurar para sus discípulos la dignidad que al ser humano le confieren el conocimiento y la reflexión.

El veterano profesor pone fin a sus cavilaciones. Al fin, dice adiós a sus compañeros. Recoge algunas cosas y deja otras. Cuando sale por la puerta del instituto, lee por enésima vez la pintada que en el muro exterior se mantiene extrañamente intacta curso tras curso: "Sistema de enseñanza, enseñanza del sistema". El profesor recién jubilado ya no enseñará más.

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