Ser padres

Me niego a considerar a mis padres ejemplo de un sistema que sólo daba cobijo a lo que hoy serían formas condenables

Mi padre me enseñó a escuchar a Beethoven, a disfrutar con la Pastoral a través de los microsurcos de un disco que a duras penas mantenía su grabación. Mi padre me enseñó a leer a Rubén Darío, a llegar antes de las once y a ir a misa los domingos sin que acudir con desgana se convirtiera en un trauma irreparable o un ataque a nuestra libertad.

Mi madre me enseñó a estudiar, el camino del cole, hacer la cama, recoger la mesa, coser un botón, planchar y cocinar. También me enseñó lo que era la dignidad, la compasión, el respeto, y a tener un poco de orgullo.

Nunca sabré si acertaron o no. Desde luego, debieron ser machistas y sectarios, ya que las responsabilidades nunca fueron compartidas. Más bien, distribuidas. Mi madre se ocupó de nuestra educación. Mi padre, de ir a trabajar. Mi madre hacía las cosas de casa y nos disponía para ir siempre de punta en blanco. Mi padre se pluriempleaba. Se iba a las seis y media de la mañana y regresaba cerca de las nueve. Apenas tiempo para un buenas noches, papá. Mi madre lidiaba con siete hijos, unos interminables deberes y una cena para nueve. Es curioso. Jamás pregunté si le hubiera gustado volver a ejercer de maestra. Tampoco pregunté a mi padre si habría deseado recogernos a la salida del cole.

Bajo parámetros de la educación que hoy recibe el aprobado social, ejemplos absolutamente deleznables y machistas. No cabría respeto a una opción que permitiera ejercer hoy como padres de esa forma. Deleznable el comportamiento de mi padre, que a través de su desarrollo personal en el ámbito laboral impidió que mi madre ejerciera una vocación a la que nunca debió renunciar. Condenable la dejación de mi madre, que nunca contempló la posibilidad de un desarrollo y crecimiento personal en otro ámbito que no fuera el exclusivo familiar.

Nosotros no. Nosotros ya no somos así. Nosotros vamos juntos a las funciones de nuestros hijos, leemos cuentos juntos, ordenamos la casa juntos, nos llenamos juntos las manos con la mierda del pañal. Nosotros no. Nosotros compartimos las cosas grandes, damos juntos la estabilidad económica necesaria al hogar, y lo llenamos de todo lo que nos pidan para que no sientan el terrible rechazo de que los demás sí tienen y ellos no. De ahí la gran capacidad educativa del móvil, la tablet y la Playstation. Nosotros no. Afortunadamente, ya no somos los de antes.

A pesar de todo, me niego a condenar el ejemplo de mi padre y a mi madre. Me niego a considerarlos ejemplo de un sistema que sólo daba cobijo a lo que hoy serían formas educativas condenables. Es más; no sabría decir si fui más feliz de lo que hoy son mis hijos bajo nuestra educación. Sólo confío que ellos, donde estén, no se arrepientan de lo que juntos ofrecieron. Sigo creyendo que juntos nos dieron lo mejor que tenían. Y siempre juntos.

Donde haya cariño, siempre habrá respeto. Y comprensión. Y felicidad. Lo demás, machismo incluido, lo dejo para los políticos y las miles de asociaciones, alimentadas de fondos públicos, que se dedican a ser tan políticos como los que critican aquellos ejemplos.

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