Tres palabras

Creemos vivir la apoteosis de la diversidad, pero somos intolerantes con las diferencias reales

Leo la angustia de una joven madre porque su hija tarda en empezar a hablar. Está yendo a especialistas y se encuentra en un laberinto de explicaciones a veces decepcionantes o culpabilizantes, incluso. Recuerdo entonces una historia familiar. Mi abuelo no rompió a hablar hasta los siete años. En su casa, daban por sentado que el niño era mudo. La expresión "por sentado" es literal: mis bisabuelos no parecían alterarse demasiado. El niño oía, señalaba lo que necesitaba, crecía sano y ya se vería.

De golpe, un día empezó a hablar sin balbuceos infantiles. Más tarde, leí que algo idéntico había pasado a Lord Macaulay. No decía ni pío hasta que una tarde una señora de visita en su casa le derramó una taza de té encima. Ante las lamentaciones de la dama, el pequeño replicó: "Querida señora, aunque el dolor, en un primer instante, fue atroz, ya remite. Serénese usted, que ahora me causa más congoja su remordimiento que esta leve quemadura". Hemos perdido cuál fue la primera frase de mi abuelo, pero la sorpresa de los demás y su sintaxis fueron equivalentes.

Contra lo habitual, la moraleja está al principio de ambas historias. Ambas familias aceptaron con parsimonia esas anomalías de sus hijos. Hemos de suponer una cierta preocupación, sin duda, pero, por lo que me han contado de mi abuelo y he leído de Macaulay, sin grandes aspavientos.

La joven madre no tiene la culpa. Parece que vivimos en una época muy tolerante con todo quisqui, pero no es verdad. El célebre abogado portuense y prestigioso flamencólogo internacional Luis Suárez siempre lamenta la pérdida de las personalidades peculiares que antes amenizaban nuestro pueblo. Ahora todos estamos cortados por un mismo patrón. La espantosa aceptación social del aborto eugenésico, capaz de eliminar por sistema a los niños que no cumplan unos estándares previos de calidad, es la prueba por desgracia más irrefutable de esta mentalidad que digo (y que denuncio).

Mi abuelo Nicolás, que, al final, no tenía problemas de logopedia, sí fue toda su vida un incansable partidario del máximo ahorro de esfuerzo, con otras anécdotas apoteósicas. Naturalmente, hemos de ocuparnos de la salud de nuestros hijos con diligencia, pero déjenme añadir tres palabras. Nos ayudaría a todos recuperar el amor por las particularidades de cada cual y defender nuestra independencia frente a tanto uniforme físico, social o ideológico como nos calzan.

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