Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

coleraquiles@gmail.com

El pasado nos espera

El pasado no se está quieto, siempre llamando a nuestra puerta para ser contado e inventado

Cualquier tiempo pasado no ha sido mejor, pero sí se ha prestado bastante a la autoficción. Poetas, narradores y columnistas solemos contar historias inventadas, junto a otras que nos sucedieron realmente. Lo cierto es que mi hermano mayor, casi centenario, me cuenta cosas de cuando era niño, en plena Guerra Civil, que, rodeadas de una aura mágica, sin embargo, pudieron ocurrir perfectamente. El barbero, un hombre de derechas, que afeitaba a mi padre, salvó la vida porque las milicianas dijeron a sus enfurecidos compañeros que a Nicasio ni lo tocaran, porque a ver quién las iba a peinar a ellas para asistir a mítines y manifestaciones, si el barbero desaparecía. Marciales, revolucionarias, pero no dejadas. Mi padre, aunque republicano, era un hombre muy piadoso, eso lo sabía todo el pueblo. Miedo había en mi casa a que cualquier día alguien se levantara con la misión revolucionaria de asestar un golpe letal a la 'clericalla y a sus secuaces'. Pero también era un excelente secretario de ayuntamiento. Me cuenta mi hermano que todavía en mi pueblo, cuando hay algún problema intrincado para resolverlo se tira de las actas que redactó mi padre a mano y con una letra tan ordenada y limpia como lo era él mismo. Durante los tres años de la guerra, vivían en mi casa, junto con mis padres y mis tres hermanos mayores, un hermano de mi madre, mis dos abuelas y un tío mío de Quéntar, joyero, que se refugió en mi casa con un maletín llenos de joyas de gran valor. Mi abuela, para librarlas de la requisa, las tuvo cosidas en el falso de su abrigo durante esos años. La ceremonia de afeitado de mi padre se celebraba en presencia de mis dos abuelas, Angustias y Dolores, que observaban, severas, las evoluciones de Nicasio que, por lo que nos contó después mi madre, 'era un poco mariquita'. Una de las últimas cartas (desgarradora) que escribió el alcalde socialista de mi pueblo (un hombre bueno), antes de ser fusilado por los nacionales, se la envió a mi padre que había intentado salvarlo. Cuenta mi hermano que durante la guerra no se suspendió en mi pueblo la tradición, pese a estar en manos de los rojos, de comerse el hornazo en la ermita de la patrona, la Virgen de la Fuensanta. Y allí iban, en tregua sacra, juntos laicos y paganos, comecuras y cristianos. Como en La vaquilla de Berlanga.

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