el termómetro

Enrique Novi

La pasión de los feos

CONCEDIDO ya hace unos años a Bob Dylan, y a la espera de que algún día se concrete la eterna candidatura del bardo de Duluth al Premio Nobel, parece que esa concesión ha abierto la veda para que el jurado del Príncipe de Asturias se muestre audaz como para atreverse a conceder el galardón a otro cantautor de querencia poética como Leonard Cohen. En esto, como en tantas otras cosas, primero está Dylan, y después vienen todos los demás. El propio Cohen, unos años mayor que el resto de cantores de alcoba que proliferaron en los sesenta, que ya gozaba de cierto prestigio como poeta en el ámbito underground antes de iniciar su carrera como músico, confiesa que tomó la decisión de colgarse una guitarra después de escuchar a un entonces joven y arrebatador Bob Dylan.

A partir de ahí han sido muchas más las cosas que los separan que las que los unen. Musicalmente nadie soportaría la comparación con el de Minnesota, más largo, más ancho y más alto que cualquiera de sus colegas, tanto en lo puramente musical como en le estrictamente literario (si es que es posible separar ambas caras de esa misma moneda que son las canciones). Así pues, al canadiense, seguramente consciente de sus limitaciones, hay que agradecerle que nunca intentara transitar la senda de Dylan, sino que optara por labrarse la suya propia. Un camino lleno de sosegadas letanías con espacio suficiente para su voz grave y pastosa, muy lejos de la arrolladora sucesión de imágenes de las canciones de Dylan. Bohemio de afición, mujeriego, bebedor y bon vivant, Cohen ha sabido cultivar con buena cara tanto su condición de artista y de estrella, como su faceta de seductor impenitente. Sobre los escenarios y tras las puertas de las habitaciones de hotel. Y ha salido airoso de algunos reveses de la vida, sin perder la compostura y sin que se cuestione su elegancia. Y ese es uno de sus grandes logros porque no siempre su actitud lo ha sido. Así podemos considerar su última vuelta a los escenarios, motivada por causas tan plebeyas como la bancarrota en la que lo dejó su antiguo representante. O la letra de una de sus mejores canciones, en la que no acude a metáfora alguna para describir como una rutilante estrella del rock le hacía un trabajito para el que conviene arrodillarse.

Como el menos sutil de los verracos fue contándolo por ahí. Buscando cruzarse con Brigitte Bardot, entró en el Hotel Chelsea de Nueva York, pero se encontró con Janis Joplin. Cuando el ascensor en el que coincidieron llegó a su destino, ambos sabían que pasarían la noche juntos. Y fruto de aquel encuentro es el famoso verso "No importa; somos feos pero tenemos la música". Ahora el viejo Leonard también es Príncipe de Asturias de las Letras.

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