Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

Por los pelos

UNA encuesta del Ayuntamiento ha consignado que una mayoría de los conductores de ciclomotores de Granada, entre los trece y los diecisiete años, no se coloca el casco por miedo a despeinarse. Es decir, se enfrentan a la posibilidad de la muerte con tal de preservar la melena. Otro grupo alega que no se protege la cabeza porque el casco es feo o los afea, no se sabe bien. En cualquier caso, ambas objeciones son de carácter estético y ponen de manifiesto que un 47 pot ciento de estos conductores prefiere abrirse la cabeza antes que deslucir la apariencia de su pelo. El asunto, aunque escandaloso, no es nuevo. Hay incluso un precioso romance antiguo cuya cita viene a pelo: "Si me muero de este mal, / no me entierren en sagrado, / háganlo en un praderío /donde no paste el ganado, / dejen mi cabello al viento /bien peinado y bien rizado".

Y aunque una cosa es la literatura y otra el tráfico hay, en efecto, un espacio en la vida en que el hombre valora más el peinado que el cráneo. No dura mucho, es cierto, dos o tres años, pero durante ese extravangante periodo el ejemplar humano se arriesga a perder la cabeza por salvar un mechón. O a vivir la eternidad decapitado en una urna cineraria pero luciendo una sedosa melena, o un turgente flequillo, en la fotografía cruzada por una banda de luto que sus herederos colocarán en su memoria sobre el aparador del cuarto de estar.

El envite, por descontado, es absurdo y atroz pero típico e inapelable. Los peluqueros deben conocer los secretos de esa desatinada petulancia que concede al cabello unos valores físicos e incluso metafísicos muy superiores a los de la calavera. Es más, la calavera, a esas edad, es un mero soporte del cabello, algo así como un erial duro sobre el que inexplicablemente se cimbrea un bosque de cabellos y donde los rizos se sosiegan en ondulantes escarpaduras.

Sin embargo, con el paso de los años, la mayoría de los hombres nos volvemos conscientes no sólo de nuestro cráneo sino de todo el esqueleto. La madurez, en el fondo, no es otra cosa que una toma de conciencia de la fragilidad del cuerpo y un reconocimiento de la misión del cerebro, que es, queridos y alegres muchachos de los ciclomotores, un órgano alojado un par de centímetros por debajo del cabello.

Superar esa edad presuntuosa en que uno está convencido de que el pelo es el inquilino más importante de la crisma -seguido de los piojos- no es tarea fácil en una sociedad donde se prima la apariencia. Por eso nos resulta tan terrible la calvicie progresiva. Cada cabello perdido equivale a un cabo que se rompe con la juventud. Y de la sinrazón de la adolescencia se pasa a una juiciosa madurez discretamente despoblada. Hasta que llega la muerte, que es pelona.

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