Bloguero de arrabal

pablo Alcázar

Un perro andaluz

ME estaba yo preparando para ser intelectual de primera cuando leí casualmente las palabras finales del libro Los intelectuales (1998) del escritor y periodista británico Paul Johnson y desistí de mi propósito. "Siempre debemos recordar", escribe Johnson, "lo que los intelectuales habitualmente olvidan: que las personas importan más que los conceptos y deben ser colocadas en primer lugar". Estos días he notado de nuevo en mi interior el gusanillo al ver que dos de ellos, a los que conozco y he tratado, han obtenido premios y reconocimiento. Me refiero a Antonio Muñoz Molina, flamante Premio Príncipe de Asturias y a Luis García Montero, al que el Parlamento Argentino, como Presidente del Jurado del Premio Alhambra de Poesía, acaba de agradecer por unanimidad la concesión de ese galardón a un escritor argentino. Pero el intelectual es un espécimen no siempre beneficioso, exige demasiado espacio. Y se lo roba a los demás. En sus apariciones públicas, gusta de escenificar el 'episodio Moisés': él desciende del monte de la excelencia con las tablas de la ley y espera encontrar postrados, primero a los de su casta, más allá, al pueblo fiel de los varones, luego a las mujeres y de entre ellas, lejos, a las menstruantes. Siempre sublime, como Benedicto XVI que no se retira a Castel Gandolfo a extinguirse, hinchado de pastillas y pócimas, como cualquier anciano sensato, sino que se retira a meditar y a orar. Su justificación, el trabajo; su Santo Grial, el reconocimiento de los otros intelectuales y del orbe entero. No me quiero engañar, pese a que tengo mis lecturas y que se me ocurren a veces aforismos indescifrables, si ya no he conseguido ser intelectual, no creo que lo consiga. Me falta vida interior y me sobra Wikipedia. Como maestro, no se me recordará por mis interpretaciones de Berceo o del Libro del Buen Amor, sino por haber sabido mantener atento durante una hora a un perro que mis alumnos de Alcalá la Real llevaron a mi clase sobre el surrealismo. El perro, que según el estudiante que lo acompañó hasta el aula y lo sentó en la primera fila se llamaba Federico, se trago mi explicación sobre la escritura automática, sin jadear apenas. Al terminar la clase, Federico y su acompañante prometieron a los alumnos distraídos que esa noche iban a trabajar duro y que a la mañana siguiente todos tendrían los apuntes pasados a limpio. Todavía hay ex alumnos que me paran para recordármelo pero de premios, nada.

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