LO que está pasando con el botellón en Andalucía es un auténtico aldabonazo contra la resignación. El botellón no desaparece como expresión contemporánea de ocio juvenil de masas, pero está dejando de ser un infierno para los vecinos. La pregunta clave es: ¿Se podía o no se podía combatir este bebercio multitudinario , muladar y ruidoso?

Porque lo que escuchábamos permanentemente de las autoridades era eso, que no se podía hacer nada. Que era inútil tomar medidas. Bueno, en realidad estas excusas fueron posteriores. Lo primero que la autoridad adujo ante el botellón y su apoteosis del alcoholismo fue que ni siquiera era un problema. Lo estuvieron negando durante años.

Luego dijeron que era una manifestación de la libertad inalienable de la juventud para escoger la forma de divertirse que estimara más conveniente y gratificante. "Todos hemos sido jóvenes", decían los alcaldes ineptos, como pretextando que cada generación había cometido sus locuras. Más tarde admitieron que, bueno, el botellón generaba incomodidades y perjuicios para los vecinos que sufrían las madrugadas de vómito, escándalo y suciedad, y que habría que compatibilizar los derechos de los muchachos y los derechos de los adultos. Como si fueran del mismo nivel.

Finalmente, las crecientes protestas ciudadanas, algunas resoluciones judiciales y la evidencia de que los conflictos de orden público provocados por el botellón iban a más llevaron a la autoridad a olvidarse de las monsergas justificatorias y ponerse en marcha. El Parlamento andaluz aprobó, hace catorce meses, la ley que prohíbe beber en la calle y los Ayuntamientos se decidieron a aplicarla.

Mano de santo, oigan. Con la Policía Local por fin autorizada a actuar, y con cobertura legal, ha sucedido que el botellón ha dejado de ser un problema para la convivencia (aunque sigue habiendo un problema peor: el de cierta juventud haciendo oposiciones aceleradas a convertirse en adultos alcoholizados, pero eso sí que no está en manos del Parlamento, ni de la Junta ni de los Ayuntamientos). Los botellones en los cascos históricos son ya pasado, salvo excepciones y conatos esporádicos, y se han trasladado a las periferias y las zonas despobladas, donde beben en grupo, sí, pero no incordian.

En conclusión, como habíamos advertido algunos, con más insistencia que éxito, el botellón tenía fácil remedio en cuanto agresión a la intimidad, la seguridad y el descanso de muchos, y menos en cuanto fenómeno social de esta época. Había, simplemente, un problema de voluntad política. Pero lo que es poder, se podía. No perdamos la esperanza de que lo próximo a combatir por la autoridad lenta de reflejos sea el ruido en general.

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