Bloguero de arrabal

Pablo Alcázar

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La primera comunión de Trump

Las liturgias, las constituciones pretenden encauzar los instintos básicos. Trump puede abrir la caja de los truenos

En tiempos de la Autarquía -esa etapa de onanismo y enclaustramiento nacional que vivió España después de la Guerra Civil-, los progresistas solían decir que la burricie, el matonismo, la chulería, el fanatismo y la collejería se quitaban viajando. Dándose una vuelta por el mundo. Hoy estamos todos muy viajados y persisten entre nosotros alguno de aquellos vicios. Los estadounidenses, los guineanos y otras gentes de muchos países padecen igual ensimismamiento. Para romper esta burbuja dentro de la que vivimos no hace falta viajar mucho, basta con mirar a nuestro alrededor y comparar con lo que vemos por la tele. No hay muchas diferencias entre la ceremonia de la toma de posesión de Trump y la ceremonia de cualquier primera comunión de una aldea española. Los Padres fundadores, Franklin, la quinta enmienda, El ala oeste de la Casa Blanca, la peli Matar a un ruiseñor, los derechos del detenido, nos hablan de una sociedad ordenada, normalizada, respetuosa con los derechos individuales. Organizada, nada caótica. Como cualquier ceremonia de primera comunión. Si nos fijamos, sobre todo, en los personajes que acompañan a los niños en el presbiterio -el sacerdote, los monaguillos, los catequistas- o en los que cantan en el coro el Pange lingua, advertiremos el esfuerzo que han realizado todos ellos para que el acto más importante de la liturgia católica resulte decoroso. Porque nos asusta el caos. Y sobre los instintos básicos, sobre la lucha por la vida, sobre la necesidad de alimentarse y de procrear, contra viento y marea, que lleva al ser humano a hacerse con cada pedazo de alimento o con cada hembra o con cada varón, a dentelladas, para que la especie no muera, las religiones, las instituciones, esparcen telarañas de orden, de normas, de "pase usted primero". De mandamientos y leyes. Pero entre el público, se encuentran personas, a las que el hambre y la necesidad expulsaron de su tierra. O el niño chulo, que luego terminará siendo un matón, necesitado, de aceptación y de valoración; que han venido a la ceremonia del traspaso de poderes o de la Eucaristía, a buscar recompensas, reconocimiento, atención. A que se sepa que su lucha no ha sido inútil. Ellos utilizan el teatro que les suministra una iglesia rebosante de normas y liturgias o el proscenio del juramento presidencial para decirle al mundo de los otros fieles o de los asistentes a la toma de posesión, quiénes son ellos. Unos, humildes, pacíficos y orgullosos, luciendo trajes lujosos de buen paño, vestidos escotados, transparentes, ajustados, mientras se acercan a comulgar con sus hijos. Después, vuelven a sus asientos con caras festivas, como si se desentendiesen del misterio abismal en el que acaban de sumergirse. Otro, como Trump -nieto, hijo y marido de inmigrantes-, ese niño desvalido, ególatra y excesivo, peligroso por el poder que ha obtenido en las urnas; necesitado del acatamiento universal, señalando con su dedo al mundo y diciéndole: "América primero". O sea, "yo, el primero, entre todos los hombres".

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