Un retrato vivo de 'El Tempranillo'

Sería el más famoso bandolero de aquellos tumultuosos años de luchas fratricidas entre liberales y absolutistas

Al oeste de la cordobesa Lucena, hay un conjunto de sierras bajas por entre las que transcurre amable el río Genil, que viene de Granada buscando el Guadalquivir. Son tierras abigarradas de generosos e inmensos olivares, cerca ya de la población llamada Jauja y sobre las cuales sierras aún existe una vieja ermita, edificada a fines del siglo XVI y dedicada -tras el prodigio de su aparición a un campesino lugareño, según cuentan- a una imagen barroca del arcángel San Miguel, dando, así, nombre a aquellos parajes denominados Los Montes de San Miguel o San Miguel de los Jarales.

En una de las festivas romerías, en los primerísimos decenios del siglo XIX, un joven enamorado, natural de Jauja y llamado José María Hinojosa Cobacho, hubo de pasar a ser conocido por José María 'El Tempranillo', tras echarse al monte por haber muerto a navaja y en duelo fatal a otro hombre que había osado requebrar a su prometida. Así, comenzó la vida del que sería más famoso bandolero de aquellos tumultuosos años de luchas fratricidas entre liberales y absolutistas, personaje de leyenda que fue buscado y encontrado, en las feraces sierras que separan Andalucía de Castilla, por un inglés llamado John Frederick Lewis, bastante diestro con el lápiz, la acuarela y la prensa grabadora que, a sus veinticinco años -poco más o menos- viajó por España, dejándonos un valioso legado en imágenes de nuestra realidad figurativa de aquel tiempo.

Hay allí cerca de Jauja un cortijo olivarero, de nombre San Joaquín, que no se si aún es de la familia de un muy querido amigo de juventud, Rafael López Santaella, en el que hemos pasado muchos y muy buenos ratos. En la primera ocasión que lo visité, con un grupo de otros queridos amigos y estando todos en un salón del piso alto, con lámpara de araña y estrado isabelino, nos fijamos en una pared, sobre un bonito buró, un añoso dibujo grabado, de regular tamaño, con cristal y una moldura sencilla y dorada alrededor, en el que aparecía el que supusimos era un retrato de alguno de los abuelos decimonónicos de Rafael: tocado con sombrero calañés y traje corto, con bota enteriza, chaleco y faja, montaba en silla de peluda piel una cabalgadura algo arrocinada, escasa de arreos y guarnición, eso sí, colgando un trabuco de cañón largo que marcaba indiscutible autoridad. Aquel caballero, de juvenil apostura y rostro, de bigote, barba y patilla escasas; quizá más faltas de hoja que de intención lanudas; se parecía de perfil, extraordinariamente, a Rafael. En ese pensamiento estábamos y en cómplice silencio, cuando él, con naturalidad pasmosa y mirando la copa de Moriles al trasluz, nos dijo "José María… El Tempranillo". Y comprendimos que no había menester mayor indagación ¿O no?

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