El rey sabio

Todo ese orbe de la Antigüedad pagana es el que se ampliará a través de la Escuela de Traductores

A Alfonso X el Sabio, de quien ayer se cumplieron ocho siglos, se le deben una buena porción de obras extraordinarias: el cuerpo legislativo de las Partidas, la Crónica General de España y la Grande y General Historia. A ellas deben añadirse, como corolario científico, los compendios astronómicos por donde el siglo auscultó el arcano celeste, y un libro dedicado al ajedrez y los dados, a modo de breviario cortesano. A esto se suman, de igual modo, las Cantigas dedicadas a la Virgen, escritas en un gallego musical y claro, y por supuesto, la Escuela de Traductores de Toledo, cuya importancia estamos lejos de reconocerle. Digamos, en fin, que Alfonso X escribe en castellano, en castelán, unas décadas antes de que Dante lo hiciera en italiano ("Nel mezzo del cammin di nostra vita..."), y con varios siglos de adelanto sobre el uso común del francés, tan celebrado en Montainge y Descartes.

El ensayismo reciente tiende a formular como hijo de la excepción y del azar lo que no es sino una vasta y laboriosa tradición. Según Cahill, fue Irlanda quien salvó la civilización tras la caída de Roma, copiando manuscritos de la Antigüedad pagana. Y Grennblatt nos presenta el hallazgo del De rerum natura de Lucrecio, a comienzos del XV, como una suerte de revelación que precipita el Renacimiento. Ninguna de estas cosas es cierta. Apenas muerta Roma, o todavía moribunda, el Occidente cuenta con las obras de Agustín de Hipona, de Jerónimo de Estridón y del formidable compendio de saberes, recogido en las Etimologías de Isidoro de Sevilla, cuya deuda con Plinio el Viejo es evidente. Por otra parte, desde el siglo XII se conocía ya la obra de Diógenes Laercio, y por tanto las enseñanzas de Epicuro -y de Pirron de Elis-, determinantes en la lectura moderna de Lucrecio. Todo ese orbe de la Antigüedad pagana es el que se ampliará, de modo excepcional, a través de la Escuela de Traductores, obra del gran rey toledano. De ahí saldrán, en no poca medida, las versiones (Platón, Aristóteles, Galeno, Euclides, Hipócrates, etc), llegadas a través del árabe, el hebreo y el griego, que luego adquirirán un brillo definitivo, siglo y medio más tarde, en el norte de Italia.

Esos saberes dispersos, como sabemos, llenarán de melancolía las cartas de Petrarca. Antes, sin embargo, han configurado una idea política y cultural de España, de impresionante modernidad, cuyo recuerdo es -paradojas del rey historiador, del rey cronista- tan pobre como incierto.

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