La samba del abuelo

El abuelo fue el elegido para decir unas palabras tras el discurso del director general

Aquel abuelo entrañable escondía a un león adormecido. Todos le tenían por alguien amable, simpático, y en paz consigo mismo tras una vida en la que abundó más el trabajo que los reconocimientos. Perteneció siempre a ese grupo de personas que ni buenos, ni malos, siempre hacían lo que había que hacer aún a costa de su propio bienestar. Vivía solo desde que sus hijos, habían emigrado, uno a Chile y el pequeño a Vancouver. Todas las mañanas salía a pasear con su perro, un can con alma de gato que le era fiel pero que jamás le dispensó una carantoña. Fue un regalo, el último, que le hizo su difunta esposa sabedora de que se iba, para no dejarle solo. El abuelo, sin embargo, se ocupó pronto en múltiples actividades. Los lunes y viernes nadaba; los martes tenía clases de yoga; los miércoles de baile y los jueves acudía al fisioterapeuta. El resto eran cine, teatro, alguna escapada a su adorado París, series televisivas, visitas a amigos, Bach y libros. De joven fue un apasionado lector de novelas, pero hacía años que prefería los ensayos y la música clásica al rock. Disfrutaba del buen vino y no parecía tener ninguna causa pendiente que le amargara la existencia.

Hasta que un día recibió un correo de su antigua empresa, con la que comenzó su singladura laboral y en la que se jubiló cuarenta y dos años después. Le invitaban a festejar el 75 aniversario de su fundación y en ella pensaban homenajear a aquellos empleados que hubiesen trabajado para la compañía más de treinta años. Y él era el más antiguo de todos por lo que fue el elegido para decir unas palabras tras el discurso del director general. Este era un joven de porte y ademanes sobrios, pero contundentes, y tenía fama de persona recta, pero alejada de cualquier veleidad sentimental en su relación con las personas. Educado en una prestigiosa Universidad norteamericana, su discurso incidió en la idea de lo que él llamó "el orgullo de pertenencia" y puso como ejemplo a quienes, como el abuelo, lo habían dado todo por la empresa. Cuando éste subió torpemente al estrado, con voz temblorosa y el ánimo nervioso, dijo sentirse agradecido y añadió: "Hace poco tiempo comprendí que el secreto de una vida es acumular más días buenos, que malos. Y ahora sé que un día es bueno si en él hemos querido y nos han querido. El resto carece de importancia, porque el único club al que quiero pertenecer es al de aquellos que son felices". Luego bajó del escenario y se fue a su casa. Al día siguiente su profesora de samba le vio más suelto que nunca.

MÁS ARTÍCULOS DE OPINIÓN Ir a la sección Opinión »

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios