Palabra en el tiempo

Alejandro V. García

El señor de la sentencia

CUANDO el arzobispo de Granada fue imputado por el juez expresé mis dudas acerca de si me correspondía a mí, que no tengo ningún vínculo con la Iglesia, hacer un comentario acerca del comportamiento de un prelado respecto a un sacerdote. Hoy, después de dictada la sentencia condenatoria contra Francisco Javier Martínez Fernández, sigo abrumado por la misma duda. Además me refrena un peligro de carácter, digamos, estilístico: no hay sátira más elemental que la sátira contra los curas y uno de los riesgos más inconvenientes e ingenuos del articulista consiste en apelar a recursos literarios básicos. Bien es cierto que se pueden construir comentarios originales sobre asuntos manidos. Eso es otra cuestión. En cualquier caso, la duda fundamental es la siguiente ¿me concierne la condena del arzobispo de Granada?

Por un lado, no y, por otro, sí. Me explico. Supongo que a quienes más debe preocupar, e incluso irritar, que un juez haya condenado a una multa a un arzobispo por una falta de coacciones a uno de sus colaboradores inmediatos es, por este orden, a sus sacerdotes, a sus feligreses y a sus correligionarios. Es a quienes le escuchan devotamente cada domingo predicar después del Evangelio, leen sus cartas pastorales e incluso siguen sus recomendaciones de índole social o política a quienes concierne más directamente las negligencias del pastor. Ellos, más que nadie, están legitimados para mostrar su desagrado por la actuación poco ejemplar de alguien que ostenta una superioridad moral.

¿Y cómo afecta a los no católicos? De un modo, desde luego, radicalmente distinto. Una vez decartado el interés por nutrir el acerbo de chistes anticlericales, la única razón por la que la condena del arzobispo nos puede atañer es por las veces, numerosas, en que la jerarquía eclesiástica ha tratado de influir moralmente en el comportamiento de la sociedad civil. Esto es, si los obispos han intentado corregir la plana a los gobiernos y, por extensión, a los ciudadanos que han votado a esos gobiernos, ahora muchos podríamos estar legitimados para mostrar nuestra desconsideración hacia un arzobispo. Pero aun así no las tengo todas conmigo. Es prácticamente imposible criticar los métodos de un arzobispo sin reconocerle al mismo tiempo cierta capacidad moral. Por otro lado la coacción es un delito demasiado normal como para suscitar interés por sí mismo.

¿Entonces, cuál es la explicación de mi curiosidad? Supongo que una explicación más anecdótica que reprobatoria. E incluso literaria. Es impagable la frase que el juez atribuye al prelado: "Detén la publicación del libro o te enseñaré a obedecerme con el látigo". Por lo demás, no sé si debo escribir sobre el arzobispo.

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