Un silencio en la tarde

¡Lo han matado!, vociferaba corriendo hacia ninguna parte, como un sustituto infantil de campanas tocando a duelo

Veinte años después, el silencio no parece el mismo que el que todavía golpea en la memoria de aquella tarde de verano, cuando el grito destemplado de un muchacho resonando sobre la calima de la calle vacía nos despertó de la peor de las pesadillas vividas en democracia. ¡Lo han matado, lo han matado!, vociferaba lloriqueante corriendo hacia ninguna parte, como un sustituto infantil de campanas tocando a duelo, como la lectura sobrecogedora de una sentencia con condena previa.

Un silencio presentido, angustioso y doliente, rabioso, inundó la ciudad, y se transmitió con la velocidad de la corriente por todo el territorio, volviéndose más irrespirable si cabe cuánto más cerca estaba del sitio donde residía el joven concejal asesinado, junto al valle del Deba, en Ermua, convertida desde entonces para el imaginario colectivo en un mito de la lucha contra el terror, justo donde confluyen las provincias de Vizcaya y Guipúzcoa. Recuerdo ya en la televisión la llegada en coche al domicilio familiar del entonces Príncipe de Asturias entre las miradas encogidas de los vecinos, mezcla de estupor y vergüenza, nunca un miembro de la casa real ha sido recibido con tanto respeto y educación por esas tierras.

Hay silencios que matan, y ese de aquella tarde de julio terminó acabando con otros silencios ominosos tan frecuentes en aquellos años. El silencio cómplice de tantos que teniendo tanto que contar sin embargo callaban; el silencio cobarde de tantos que teniendo tanto que denunciar nada decían, por miedo a ser señalados; el silencio vergonzante de tantos que conociendo las penalidades que pasaban sus vecinos, ninguna muestra de afecto ofrecían, bien protegidos detrás de ese manto de comodidad que es la indiferencia. Incluso ahora, algunos grupos guardan un silencio canalla antes que recordar a quien fue paradigma de la injusticia más cruel. Allá ellos con sus prejuicios y complejos.

Hoy se cumplen veinte años del asesinato de Miguel Ángel Blanco, como se ha dicho y repetido, el inicio del fin del viaje a ninguna parte del terrorismo etarra, y un punto de inflexión en la percepción del fenómeno para mucha gente, sobre todo allí. Ya nada es igual, afortunadamente, y la densidad de aquel silencio inhóspito parece diluirse en la normalidad de otro silencio más agradable, más sereno. El mismo que reivindico hoy para no olvidar a todas las víctimas del terrorismo.

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