Hay días en que la realidad me lo pone a huevo. Estaba yo el otro día delante de un ejemplar de este periódico pensando en el tema de la columna que iba a escribir cuando leí que Sebastián Pérez le había dicho a Onofre Miralles, el portavox del Ayuntamiento de Granada, que era una soplapollas. Tate, me dije, ya tienes tema Cárdenas, sobre todo teniendo en cuenta que tú tienes escrito un libro sobre la utilización masiva de la palabra 'polla' por los granadinos. Recordé lo que le había contado a mi amigo Harry, el irlandés, sobre esta palabra. Le había dicho que cuando un granadino le suelta a otro que es un soplapollas no es que tenga que ver con que el sujeto en cuestión esté emitiendo aire sobre un pene, sino que le está manifestando que es un gilipollas integral, un memo, un tonto redomado que tiene la virtud de enervar al prójimo en toda ocasión. La frase total es aquella en la que el insultado tiene la facultad de palpar los genitales del insultador: "ese soplapollas me está tocando los cojones". Dicen los del PP que el Onofre no se quedó callado y le dijo hijoputa, cabrón y subnormal al Sebastián. Agravios más normales y tal vez menos imaginativos, porque hasta para emitir denuestos hay que tener imaginación. Bueno, el caso es que estos insultos, en otros tiempos, hubieran dado para un duelo a espada, faca o pistola. "Mañana a las ocho en el Llano de la Perdiz. Elige arma", le habría retado el de Vox. "Allí estaré sin falta", le hubiera contestado el del PP. Y allí habrían ido ambos a resolver sus diferencias con padrino y todo. Ahora los insultos están descafeinados. Se insulta tanto que el propio insulto ha perdido poder de impacto. Antes, cuando alguien agraviaba a alguien lo hacía de modo solemne, inapelable, sonoro, como un latigazo verbal que se soltaba e iba a dar en el alma del ofendido. Y el que lo soltaba se atenía a las consecuencias porque podría acabar en la cárcel o en una sala de urgencias. Ahora los políticos se agreden verbalmente mucho en los pasillos y en los recesos. Pero son insultos sin fuerza, sin marchamo de baldón o improperio. Hasta tal punto que el que ofende es capaz de pedir perdón al ofendido si ve que su salida de tono puede hacerle perder votos. De ahí que los insultos entre políticos solo sirvan como titulares de periódico y para escribir columnas como esta. ¡Al Llano la Perdiz!
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