Quousque tamdem

Luis Chacón

luisgchaconmartin@gmail.com

El tercer hombre

Una acción reprobable no deja de serlo por el hecho de que muchos estén dispuestos a llevarla a cabo o consentirla

La España de hoy no recuerda en nada a la desolada y depauperada Viena de la posguerra que se retrata en El tercer hombre y a la que llega Holly Martins -encarnado por un extraordinario Joseph Cotten- el mismo día del entierro de su viejo amigo de la infancia, Harry Lime, a quien da vida Orson Welles. O quizá sí. Igual que en aquellos días de miseria la penicilina se robaba en los hospitales, se adulteraba y se traficaba con ella, hoy hemos visto como la miseria moral abunda entre quienes atesoran algún poder. Basta con ser alcalde, concejal, consejero, Jemad o allegado a cualquiera de ellos, para saltarse la cola de la vacunación y ponerse el primero. Es fácil. Una llamada, una insinuación, una sugerencia, una orden… et voilà!, aparece un vial, un brazo desnudo y una excusa para justificar la indigna cacicada si se hiciera pública.

Conociendo la afición de los políticos y altos cargos a aparecer en la prensa y, mucho más en estos tiempos, en las redes sociales, todos estamos convencidos de que si hubieran tenido derecho a vacunarse, habríamos visto su foto con el bracito desnudo y la cara de responsabilidad hasta en las marquesinas de los autobuses. Pero la ausencia de publicidad es la prueba evidente de su desvergüenza.

A los defensores de los sinvergüenzas, que los hay, a los propios aprovechados y a todos, nos vendría bien que, -aunque no lo interpretara el exquisito Trevor Howard- apareciera un mayor Calloway a abrirnos los ojos. Trabajo propio de la prensa en un país libre y que, a veces, se deja de lado. Al principio, lo justificarían del mismo modo que lo hace Holly ante la policía británica de ocupación. Con un argumento siempre recurrente en los días oscuros. "¿Quién no lo haría si pudiera?". Una acción reprobable no deja de serlo por el simple hecho de que muchos estuvieran dispuestos a llevarla a cabo, colaboraran o simplemente, por cobardía o afinidad, lo consintieran.

Calloway, con las formas de un gentleman y la tozudez de un perro de presa, lleva a Holly a visitar un hospital donde cientos de niños, tratados con la penicilina adulterada, se debaten entre una muerte terrible y una vida deplorable. Creo que un paseo por las residencias de ancianos, los hospitales, las UCI y las morgues abrirían los ojos de quienes, desde la mullida comodidad de sus puestos asegurados, siguen pensando que la pandemia se combate aplaudiendo y cantando en los balcones.

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