Relatos de verano

Mercedes Abad

La tía Gloria (IV)

Por una vez hubo un acuerdo absoluto entre las mujeres de la casa. Cuando ese día Gloria y su sobrina abandonaron nuestra cala a bordo de su lancha, África, que se caracterizaba por practicar un amor indiscriminado hacia todas las criaturas de este mundo, racionales o irracionales (ya habíamos recogido varios pajaritos heridos, que ahora se recuperaban en uno de los cuartos de baño), encabezó el movimiento anti Gloria con un comentario destemplado que ya no recuerdo. Lo que sí recuerdo es que el resto de las féminas se adhirieron de inmediato y compitieron por mostrar su repulsa. Según quien hablara, Gloria era un zorrón, una rata, una harpía, una gata en celo, un coño con patas, o una serpiente venenosa, y todo ello sonaba raro en boca de quienes habitualmente se reclamaban feministas. Durante un rato, los caballeros las dejamos hablar, cada vez más pasmados, pues Gloria había causado en nosotros una excelente impresión y jamás habíamos visto a nuestras mujeres criticar a alguien con tal saña. Pasado cierto tiempo, y en vista de que los ataques no perdían virulencia, yo me sentí impulsado a encabezar el movimiento pro Gloria. Admití que era egocéntrica, pero contraataqué diciendo que también lo éramos nosotros y que de todos modos no podía negarse que la calidad de sus anécdotas y la forma en que las narraba eran extraordinarias.

-Escucha bien lo que voy a decirte -me interrumpió Laia, que en esa época ya era proclive a aderezar su discurso con figuras retóricas, y luego ha acabado haciendo carrera política. Supuse que a ella, a quien le gustaba escucharse, le habría fastidiado más que a nadie aguantar en silencio, sin poder intervenir, los monólogos de Gloria-: lo único bueno que tiene esa mujer, lo único, insisto, que impide que sea totalmente odiosa es que se haya hecho cargo de su sobrina desde que la pobre niña perdió a sus padres cuando no era más que un bebé.

La intervención de Laia, como casi siempre sucedía, fue aplaudida, y parafraseada por el resto de las mujeres. Era un tema que por lo visto daba mucho de sí porque, cuando volví de la siesta, aún seguían con eso.

-Pues a mí la abominable Gloria me parece estupenda -fue la intervención de Pablo antes de unirse a mí camino de la playa.

Huelga decir que nos siguió una estela de indignadas protestas.

Al día siguiente, la zódiac de Gloria volvió a aparecer y su propietaria desembarcó una vez más con su encanto vivaz, su risa cristalina y el chispeante ingenio con el que hacía que todo a su alrededor cobrara una especie de mágica ligereza. Embutida en una camiseta que parecía dos tallas menor de lo que habría necesitado, la sobrina la seguía cual cejijunto escudero, sin saber muy bien qué hacer mientras la otra desembarcaba sus múltiples enseres.

-He traído gazpacho -informó Gloria. El mensaje iba dirigido a todos nosotros (al menos a quienes estábamos en la playa en el momento del desembarco), pero miró a Betty al decirlo y yo me estremecí de malicia, pues de no ser por aquel gazpacho con el que daba nuestra invitación por supuesta, mi mujer, la única representante femenina de la casa en aquel preciso instante, no la habría invitado a comer con nosotros.

Ese día, por cierto, los hombres creímos comprender qué extremos de retorcida perversidad puede alcanzar en ocasiones la psique femenina. En la casa cada cual tenía asignadas las tareas. Yo me había asignado la de vigilante de los niños en la playa y entre los demás se habían repartido las tareas domésticas. Tom y Pablo se encargaban de los suministros, Xavi era el responsable de regar el jardín y, si mal no recuerdo, Edu, el único sin pareja, tenía la misión de sacar agua del pozo (no había agua corriente), llenar y colocar al sol las tinajas para bañar a los niños con agua templada y velar por que las garrafas y las botellas para beber y cocinar estuvieran siempre llenas. En el sector femenino, Laia y Carmen limpiaban los espacios comunes (de las habitaciones cada usuario era responsable de la suya) y África y Betty se ocupaban de las comidas. Aquí debo aclarar que Betty siempre tuvo inquietudes culinarias (que no tardarían en llevarla a fundar un restaurante todavía hoy de gran éxito) y que ella y África se turnaban, competían o se aliaban para pergeñar platos espléndidos. Los arroces y los guisos de pescado fresco eran sin duda una de sus especialidades, pero el segundo día que Gloria estuvo con nosotros, mi adorada ex mujer cocinó un engrudo pastoso que apenas merecía el nombre de paella. Nunca había hecho algo tan infecto y me encantaría decir que no volvió a repetirlo, pero lo cierto es que todos los días que Gloria se quedó a comer o a cenar con nosotros, los platos que Betty o África cocinaban eran pura bazofia. No digo que lo hicieran adrede, pero las traicionaba el inconsciente: o se les quemaba el sofrito o las patatas quedaban duras o estaba seco el pescado o quedaba cruda la cebolla o sobraba un kilo de sal o, con desesperante frecuencia, las cinco cosas a la vez. La única que no parecía percatarse de aquellos sabotajes era Gloria, que seguía regalándonos su estimulante conversación. Incluso la sobrina, que solía tragarse todo lo que le pusieras delante, llegó a dejarse en cierta ocasión medio plato de espagueti.

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