Compras en Amazon, te mueves con Uber, viajas con Ryanair, te alojas con Arbnb, ves la tele con Netflix, escuchas música de Spotify... y te pones el tinte por 5 euros en la low cost del barrio.
Hace dos décadas que los australianos inventaron el concepto de la "economía creativa" para poner el foco en las ideas y el conocimiento, en el talento y el ingenio, como nuevas vías de desarrollo de la industria cultural. John Howkins defendía la "economía de la gente" que no se limitaba a fichar en la oficina de 9 a 6; de quienes en cualquier momento y en cualquier lugar, apagando el despertador, sacando al perro, tomando una copa o practicando BodyPamp, eran capaces de tener una idea brillante que funcionara de verdad.
Situándonos en los márgenes de lo digital y lo global, poco difiere este planteamiento de la recurrente bombilla de Einstein con que ilustramos los grandes avances de la ciencia ni de los aires de sofisticación con que solemos revestir las compañías emergentes de startup. Se alía lo artístico y lo funcional, se da valor a lo único y se abren caminos insospechados para la experimentación. Sobre este paraguas de oportunidades se han levantado en los últimos años algunas de las empresas más rompedoras y exitosas de la economía mundial y sobre este mismo paraguas se han fraguado estafas piramidales y fraudes rocambolescos sin más recorrido que el disruptivo estallido de una burbuja.
Fue el epílogo del boom del ladrillo y empieza a ceñirse ahora como una penetrante mancha sobre el movimiento low cost que se ha ido agrandando bajo la sombra de la crisis. ¿Innovación o especulación? ¿Negocio o fraude? ¿Visionarios o estafadores?
La Operación Tinte con que la Policía Nacional ha desenmascarado esta semana el creciente negocio de las peluquerías low cost -sólo en Sevilla han sido detenidas 37 personas por defraudar más de 3 millones de euros a la Seguridad Social- tiene mucho de burbuja pero también de picaresca. ¿Cómo puede costar un peinado 10 o 12 euros en una peluquería tradicional y 5 en estos establecimientos? ¿La calidad de los productos puede ser un factor tan diferencial? ¿Tanto dan los márgenes?
Si nos fijamos en los escandalosos resultados que declaran compañías como Inditex y en la inacabable campaña de bajada de precios a la que nos ha acostumbrado el comercio -ofertas especiales todo el año, rebajas desregularizadas y horarios intempestivos en las nuevas catedrales de compras de las grandes ciudades-, seguro que todos nos hemos hecho la misma pregunta: si con estos precios ya les resulta rentable el negocio, ¿cuánto ganaban antes?
Ropa y calzado tal vez sean la muestra más cotidiana del frenesí que zarandea a la nueva economía pero no la más alarmante. Todos somos conscientes de lo que pagamos y ahorramos cuando nos debatimos entre la calidad, la marca y el precio. Incluso cuando la clave del éxito se mueve en la delgada línea de lo legal y lo ético con la subcontratación de mano de obra barata -e incluso infantil- en países pobres y en vías de desarrollo.
En las low cost de Granada no me he atrevido nunca a ponerme unas mechas -¿tendrá trampa lo barato y acabaré con el pelo verde?-, pero sí me he peinado en multitud de ocasiones. Me he armado de paciencia llevando el móvil con la batería bien cargada, he hecho la correspondiente cola en la Avenida de Madrid o en el Camino de Ronda y he salido tan feliz sin querer pensar demasiado en lo poco que estarían cobrando los entusiastas peluqueros por jornadas infernales a contrarreloj.
El riesgo estaba medido. Como cuando compras una camiseta que no te dura ni dos lavados o te subes en unos zapatos infernales con los que no puedes ni salir de casa. Hay ocasiones en que lo barato sale caro pero otras no. Y tentamos la suerte, caemos en la trampa, incluso con la salud. Nos lo pueden contar los clientes de las clínicas iDental, con sus dentaduras destrozadas y secuelas de por vida, y quienes se han atrevido a seguir tratamientos de estética en sitios más que sospechosos -de la depilación láser a los tatuajes- y han terminado con la piel achicharrada y las piernas torpedeadas con forma de culebra. No son exageraciones; en este mismo diario hemos publicado -e ilustrado- casos terribles.
En las peluquerías low cost, la víctima ha sido la Seguridad Social, buena parte de los franquiciados que se han quedado al margen del juego de la estafa y, por supuesto, los trabajadores: se firmaban contratos de formación y los dueños se beneficiaban del ahorro de cuotas. A Quique Pina, el expresidente rojiblanco, todavía no le ha salpicado de lleno pero ya está en lista de espera como protagonista invitado del escándalo: la operación acaba de culminar en Sevilla y se ha dado traslado a los grupos policiales de otras provincias con establecimientos de este tipo -la cadena nació hace cinco años y se ha extendido por toda España-para que continúe la investigación. Granada es una de ellas... gracias a Quique Pina.
El pasado mes de febrero, el juez de la Audiencia Nacional José de la Mata envió a prisión al empresario murciano -en ese momento consejero delegado del Cádiz CF- por presunto blanqueo de capitales con sus tejemanejes en el traspaso de jugadores. Lo detuvieron en su mansión de Molina de Segura por un posible fraude fiscal a Hacienda de más de 200 millones y, en su domicilio particular en Marbella, le encontraron 90.000 euros en efectivo. La explicación de estos "ahorros" fueron las peluquerías low cost. En los pinchazos telefónicos aparecía otro controvertido personaje del fútbol, el expresidente del Sevilla CF González de Caldas, animándolo a sumarse como socio a la cadena de belleza y, según detalló a la Policía, eran su mujer y su hermano quienes gestionaban los rentables establecimientos.
El fraude llama al fraude y, en el camino que va de la picaresca al delito, el sector es lo de menos. Pero no nos equivoquemos: el low cost tiene algo que ver con las formas de vida del nuevo milenio, sólo en parte con el ingenio y la creatividad y muy poco con el viejo dilema entre ricos y pobres. Hace mucho que deberíamos saber que la democratización del consumo es una interesada ficción. Una falacia que nos distrae de la engañosa burbuja que inflan los que tienen mucho para tener más. Un día en un estadio de fútbol; otro día en un salón de belleza… Pero el guion se repite y es inamovible: para que unos sean los primeros otros tienen que ser los últimos.
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