Pablo Rivadulla, más conocido en el mundo del rap y del extremismo como Pablo Hásel, ha vuelto a las andadas. Para celebrar el vigésimo aniversario de la liberación de Ortega Lara, el supuesto artista no ha tenido mejor ocurrencia que malparir un tuit miserable. "Muchos temporeros durmiendo al raso -escribe el atrabiliario Pablo- están en peores condiciones que Ortega Lara y sin haber sido carceleros torturadores".

No es la primera vez que Hásel vomita su odio en las cloacas de la red. Pero sí, acaso, la ocasión en que lo hace de forma más despreciablemente injusta. Basta con apelar a la memoria, esa facultad que, en lo que le conviene, tanto agrada a la ultraizquierda, para descubrir la perfecta ruindad del comentario. Ortega, un simple funcionario de prisiones, estuvo 532 días secuestrado por ETA en un minúsculo cubículo. Allí, enterrado en vida, sufrió el horrendo tormento de sus captores hasta que la Guardia Civil logró rescatarle. Lo hizo, además, sin ayuda alguna: hasta el criminal Bolinaga, a quien el diablo tenga en sus infiernos, aun sabiendo que de este modo lo condenaba a morir, se negó a desvelar el paradero de José Antonio.

Transmutar esa iniquidad en acto heroico, hallarle justificación y otorgarle a la víctima el papel de verdugo son irracionalidades que a mí se me escapan. Hay que tener el corazón muy emponzoñado y las entendederas muy nubladas para subvertir la nítida lógica de los hechos. También -y esto me inquieta- una asombrosa y creciente sensación de impunidad. Diríase que Pablo, arropado en el discurso torticero de una elástica y falsa libertad de expresión, se siente a salvo de cualquier reproche. Al cabo, tras desearle la muerte al alcalde Ros y a la plantilla del Betis, de festejar la trágica de Víctor Barrio o de cantar las gestas de la propia ETA, de los Grapo, de Terra Lliure o de Al Qaeda, todavía sigue en la calle.

Esto es exactamente lo que debe cambiar. Ahora, la Asociación Dignidad y Justicia lo ha denunciado ante la Audiencia Nacional por los presuntos delitos de enaltecimiento del terrorismo y de humillación de las víctimas. Queda, pues, de cargo de los jueces el establecer y aplicar la cabal reparación que merecen sus maledicencias.

Es Pablo Hásel un buen ejemplo de nuestro inasumible fracaso educativo e irónicamente, regentando su familia un negocio dedicado al control de plagas, desinfección y desratización, tal vez incluso también del empresarial.

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