Hipólito G. Navarro

Tantas veces huérfano (V)

LA continuación del viaje fue después una alegría peligrosa de curvas dibujadas como herraduras de la suerte, adelantamientos suicidas, insensatos derrapes y apuradísimas frenadas. Cuando dejaron los coches en la explanada de la encina, aparcados de cualquier manera, sin maniobra alguna, abandonados allí tal como llegaban en su euforia de futuro, el niño Cañado Jara dio gracias al cielo por no haber vomitado dentro del habitáculo. El mareo que le dieron los últimos kilómetros había adquirido proporciones gigantescas, así que el aire fresco de la noche le hizo bastante bien.

Alguien había tenido la ocurrencia de engalanar con bombillas de colores el perímetro de las eras y las ramas de la encina, un árbol poderoso y varias veces centenario, que equivocaba esa noche, con ese atuendo inverosímil, el reloj del sueño de todos los pájaros.

Fueron bajando luego las familias a la aldea en formato de romería, entonando canciones por la cuesta hasta la plaza, terminando de asustar a los contubernios de gatos que campaban siempre por los últimos corrales de esa calle empinadísima y antaño tan oscura.

La plaza era ya a esas horas un hervidero de entusiasmo.

Poblada entera de niños y de viejos, sin la merma de superficie que en todas las fiestas anteriores habían supuesto las fogatas, daba la sensación de ser mucho más grande. Justo en el centro habían clavado el tronco altísimo de chopo que sirviera siempre de cucaña, y desde su altura mayor partían en un enorme abanico circular hacia los tejados de las casas los cordones apretados de bombillas, construyendo un cónico techo de luz que no dejaba un hueco libre para contemplar más arriba de él la noche y sus constelaciones.

En las aguas del pilar se refrescaban ya algunas tempranas borracheras.

Fueron primero besando José Cándido Cañado y sus padres caras que parecían nuevas con tanta claridad -las arrugas de los tíos-abuelos desaparecían por completo o se remarcaban más profundas aún, según el capricho de las nuevas sombras-, abrazándose fuerte los unos a los otros para exprimirse ya del todo y terminar con el fluido equipaje de las lágrimas, y enseguida se vieron circular entre las manos los vasos de ponche y de sangría, derramándose de frutas y de alcohol en la euforia de los brindis y los vivas.

También los niños probaron en pequeños cuencos de ese líquido almibarado, y pudieron así paladear algunos, Cañado el que más, el néctar prohibido que desataba por igual la lengua de los mayores y sus más torpes instintos.

Muy distinta fue la actitud de sus primos al comienzo de esa noche. Ninguno se burló de él, o al menos así le quiso parecer, y lo aceptaron sin condiciones en sus juegos un poco gamberros y arriesgados. Se perdió con ellos de la vigilancia de sus padres, corrió por las calles persiguiendo también a pedradas a los gatos, buscó varillas de cohetes hasta llegar casi al cementerio, se revolcó junto a sus primos en los montones de arena de unas obras. Tan sólo se negó a probar el humo de los cigarros que encendieron sus primos mayores, escondidos en el solar de la fábrica de maderas, y a practicar el mecanismo rudimentario de los mecheros de yesca.

No puede ahora calcular el anciano Cañado Jara cuántas horas duraron los juegos escondidos dentro del solar, ni dilucidar si fueron imaginaciones o verdad los cuerpos desnudos de sus primos y sus primas, la furiosa clandestinidad de manos perdidas por entre las blusas y las faldas y por entre las braguetas. Tampoco sabría decir ahora si llegó a acariciar con su boca las diminutas manzanas que recién acababan de nacer en el pecho de sus primas. No encuentra el recuerdo de ese tacto por ningún lado, como tampoco el de la suavidad de aquellos triángulos de vello negrísimo por los que hurgaban las manos sabias de sus primos fumadores. En las yemas de sus dedos no queda huella alguna de aquellos aterciopelados y cálidos pliegues, tan sólo de la plana frialdad de marfil de las teclas del piano.

Lo único que recuerda pues es un cansancio apoteósico, molecular, una mojada comezón por la entrepierna, cuando ya casi todos sus primos se fueron a dormir y lo dejaron huérfano de nuevas sensaciones junto a los mayores.

Debía de estar muy avanzada la noche ya, pero aún quedaban muchos apurando el frenesí. Acostumbrada la aldea a refugiarse en sí misma apenas caían los últimos rayos del sol, la proliferación de esos nuevos soles de cristal que suponían las bombillas, ubicuas como no podrían imaginarse en lugares donde la electricidad llegó hace mucho, tenía a los vecinos confundidos, como si entre esa inusitada claridad no alcanzasen a saber que alguna vez tendrían que acostarse y descansar.

El padre de Cañado había tomado ya bastantes copas, muchísimas más de las que habitualmente su prudencia le recomendaba, y su madre reposaba el abultado tramo final del embarazo derrotada en una incómoda silla en la taberna de Julián, contemplando desde el ventanal el bullicio de la plaza, ya tan sólo espectadora de una fiesta que en verdad nunca tuvo mucho que ver con ella, forastera de la capital al fin y al cabo en la cerrazón de los familiares del marido.

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