El lanzador de cuchillos

Mi vecino de la playa

Todos los niños han tenido un amigo mayor. Son el primer soplo de libertad. El mío se llamaba Guillermo

Todos los niños han tenido un amigo mayor. No me refiero a ese chico de un curso superior, con el que aprendes a fumar o te bebes las primeras cervezas, sino al vecino, el portero o un familiar madurete que se ríen con tus tacos, te cuentan chistes picantes o te pasan novelas del oeste. Los amigos mayores son un poco como los abuelos, que te dejan hacer todo aquello que tus padres te tienen vetado. Son el primer soplo de libertad. El mío se llamaba Guillermo, y era nuestro vecino de la playa. Me encantaba subir a su apartamento y pasarme las tardes con sus hijos, que eran ya adolescentes cuando servidor era todavía un niño de la infancia, que diría Manolito, gafotas como yo.

En su casa estaba, aquel verano del 77, cuando un sobrino de su mujer me informó de que había muerto Elvis Presley, el rey del rock según él, que parecía saber de lo que hablaba. Yo era entonces un crío de ocho años y no tenía ni idea de rock and roll y menos aún de monarquías. En aquella casa, unos veranos más tarde, empecé a leer un libro que me prestó Gema, la hija mayor, de la que estaba secretamente enamorado. Se llamaba Un mundo que agoniza, y era el discurso de entrada a la Academia de Miguel Delibes, ilustrado con unos dibujos naif y coloristas de José Ramón Sánchez. Nunca se lo agradeceré bastante, porque me mostró un camino por el que no he dejado de transitar.

Me lo pasaba muy bien con los hijos, con los amigos y amigas de los hijos, pero a quien de verdad admiraba era al padre. Después del mío, fue mi primer héroe adulto. Se dirigía a mí con una jovialidad muy americana y me llamaba junior, lo que me parecía un detalle tremendamente chic. Era un hombre de cuarenta y tantos años, con aspecto de galán apacible, a medio camino entre Jack Lemmon y William Holden. Me fascinaban de él su campechanía, su sonrisa franca, su apostura de hombre decente.

Una noche se reunieron en su apartamento dos hermanos que no se hablaban por no sé qué negocios, y habían elegido a Guillermo y a mi padre para que mediaran en el conflicto. Mi padre me dejó estar allí, en una esquina, observando en silencio. Dijo el Rey Juan Carlos que el 23 F quiso que el Príncipe estuviera a su lado para que aprendiera la lección. Yo aprendí la mía esa noche de verano gracias a aquellos dos hombres buenos.

Mi amigo murió hace ya cinco años, y en esta madrugada mediterránea quiero levantar mi copa por él, que no se marchó del todo porque dejó un aroma, un resabio, en los corazones de quienes le conocimos, que sólo por eso somos mejores.

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