Quousque tamdem

Luis Chacón

luisgchaconmartin@gmail.com

Lo volverán a hacer

El problema de los fanáticos es que se sienten imbuidos de una especie de fuerza sobrenatural

En noviembre de 1923, Hitler y sus camisas pardas irrumpieron en la Bürgerbräukeller de Munich con intención de dar un golpe de estado y encaminarse a Berlín, imitando la marcha de Mussolini sobre Roma. El putsch de la cervecería fracasó. Lo detuvieron y juzgaron. Y aunque la ley establecía cadena perpetua, la popularidad que le dio el juicio -donde se le permitió publicitar su discurso victimista, nacionalista y reaccionario- hizo que la condena fuera de tan solo cinco años de cárcel que, tras una amnistía masiva, se quedaron en nueve meses. Diez años después, en un remedo de pleno del Reichstag celebrado en la Ópera Kroll, se aprobaba la Ley Habilitante que liquidaba la democracia de Weimar e inauguraba la dictadura nazi.

No es necesaria la reductio ad Hitlerum para concluir que la rebaja de penas a la carta para el delito de sedición es, en contra de lo que alardea el presidente Sánchez -que miente una vez más-, un error mayúsculo y una puesta en almoneda de nuestra democracia, de la que vende su seguridad jurídica a los independentistas catalanes por un plato de lentejas presupuestarias que le supone unos meses más en la Moncloa. El problema de los fanáticos es que se sienten imbuidos de una especie de fuerza sobrenatural que les impele a destruir todo lo que les impide alcanzar sus objetivos. Les da igual la ley, el Estado de derecho y la convivencia. Basta recordar como la II República, que amnistió al general Sanjurjo tras su intentona golpista de 1932, lo vio liderar el golpe de julio de 1936 que provocó la Guerra Civil. O como, en febrero de ese mismo año, fueron amnistiados los responsables de la Revolución de Asturias junto a quienes habían proclamado el Estat Catalá en 1934. Algo que estos últimos ya habían intentado en abril de 1931. Lo hicieron, lo hacen y lo volverán a hacer.

Si caemos en el buenismo y entendemos esta medida como una muestra de tolerancia, caemos en la paradoja enunciada por Popper. Si somos ilimitadamente tolerantes, los intolerantes acabarán con nuestra democracia. Y es que la tolerancia termina cuando el intolerante recurre a la violencia y no argumenta razones. Las ideas no delinquen, los actos, sí. Y lo que aquí se condenó fueron actos contra la democracia, la libertad y el orden constitucional. Y cuando los bienes jurídicos protegidos son fundamentales, sólo cabe hace caer sobre los delincuentes todo el peso de la ley. Dura lex, sed lex.

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