HAY páginas de la historia a las que les sienta mal el fraude y se vuelven indigestas cuando se intenta ocultar su auténtica naturaleza con salsas y aderezos que le son extraños.

Páginas que se atragantan como se le ha atragantado el Holocausto al Vaticano y a ese buen pastor de almas que es el obispo Williamson, que a mí que lo excomulgue o no, viene a darme un poco igual, que ya decía Marx, don Groucho, que cualquiera se apunta al club que quiere y la verdad es que ese club al que pertenece el obispo Wiliamson tiene unos cuantos socios, por no decir un montón, como para no invitarlos a tomar el té en casa.

Incluso nuestra propia historia tiene algunos capítulos de esos que es conveniente mirar de frente para recuperar la dignidad que nos hace dolorosamente humanos. Algunos de esos capítulos son recientes y en ellos andamos dándole vueltas a la memoria histórica. Otros son más lejanos en el tiempo y, por eso, cuesta un poco más ponerlos en píe. Limpiarlos de la broza, de la paja y de la farfolla que se suele usar para que la rueda del molino entre mejor al comulgar. Si, al parecer, media Granada está dedicada en cuerpo y alma a celebrar el milenio de la fundación de la ciudad como capital de la dinastía zirí, poca gente se ha preocupado de recordar que en este año se conmemora el cuatrocientos aniversario de la expulsión de los granadinos de su tierra en uno de los progroms más feroces de la historia de Europa. Mármol Carvajal, un cronista que no era precisamente morisco, lo narra con una fidelidad que, después de cuatrocientos años sigue haciendo evidente la barbarie de aquella medida que sólo un estado "moderno" se atrevía a hacer y que aún desgarra el alma del que la tenga, porque ya se sabe. Juan Castilla ha sido de los pocos que ha considerado indispensable volver la vista atrás y ha montado con esfuerzo, como se hacen las cosas que realmente merecen la pena, una exposición que concluye la programación del 75 aniversario de la Escuela de Estudios Árabes de Granada. En una ciudad que sueña permanentemente con grandes alharacas y en la que el concejal de la cosa llama festival a un ciclo de cine de colegio mayor, la programación que ha venido desarrollando Juan Castilla y el colofón, son modelos de coherencia que a más de uno debiera hacer pensar.

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