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La Fiscalía General del Estado vive una situación tan incomprensible como irregular desde que su titular, Álvaro García Ortiz, se vio envuelto en la presunta revelación de datos confidenciales de la negociación que mantenía el novio de Isabel Díaz Ayuso, Alberto González Amador, con la Fiscalía de Madrid en torno a un posible delito de evasión de impuestos. García Ortiz fue imputado el pasado octubre por el Tribunal Supremo. Contra cualquier criterio lógico el fiscal decidió continuar en su puesto. La investigación sumarial ha proseguido y ahora se ha sabido que la Unidad Central Operativa (UCO) de la Guardia Civil ha apreciado una “participación preeminente” de García Ortiz en la filtración de los datos sobre la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Es, sin duda, la crisis más grave que afecta a la Fiscalía General del Estado en muchas décadas. Hay indicios suficientes para sospechar que el titular de una institución en la que la independencia debe ser su única línea de actuación ha participado en una operación que buscaba el desgaste de una de las principales rivales políticas del Gobierno. Ello no puede ser considerado un asunto menor que se sustancia en las polémicas diarias entre los dos grandes partidos. La Fiscalía General es una de las piezas claves que cimentan el edificio democrático. Y como tal debe estar ajena al juego político, que debería ser absolutamente incompatible con su función. Que García Ortiz siga en su cargo escapa a cualquier lógica institucional. Sin presuponer, ni mucho menos, su culpabilidad, es obvio que la mera imputación y los datos que van saliendo de la investigación judicial comprometen el prestigio del órgano jurisdiccional y su capacidad de actuación. Se da la paradoja de que el fiscal que tiene que actuar en el caso es un subordinado del propio García Ortiz. Una situación rocambolesca e insostenible en la que la principal perjudicada es la propia institución.
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