Tribuna

Antonio porras nadales

Catedrático de Derecho Constitucional

Cáncer

En Cataluña tenemos un cáncer: el virus nacionalista se ha transmutado en supremacismo, impidiendo cualquier posibilidad de diálogo social constructivo

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Cáncer / rosell

La hipótesis de que las sociedades puedan padecer una enfermedad grave como el cáncer, igual que los individuos, no parece suficientemente explorada a pesar de que cotidianamente se nos multiplican los casos.

En el Campo de Gibraltar, por ejemplo, tenemos un cáncer: se ha ido generando una especie de narcosociedad, con toda una red de complicidades relacionadas con el tráfico de hachís procedente de Marruecos que acaba afectando perversamente a casi todos los recovecos del tejido social e institucional, con numerosas ramificaciones hacia afuera, especialmente en la Costa del Sol. Algo parecido a lo que ha podido pasar en ciertos momentos en Colombia o México, por no hablar de lo que significó en el siglo XIX la guerra del opio en China.

En Cataluña también tenemos un cáncer: el virus nacionalista se ha transmutado en supremacismo, impidiendo cualquier posibilidad de diálogo social constructivo y bloqueando las posibilidades de una dinámica colectiva mínimamente integrada. Cuando los ciudadanos no nos consideramos iguales ni aceptamos integrarnos con los demás, no hay alternativas posibles. Es también algo parecido a lo que sucedió en algunos países ultranacionalistas europeos hace casi un siglo, dando lugar a las guerras mundiales.

Y si los comportamientos sociales se acaban convirtiendo en auténticas patologías, sólo tenemos en principio un instrumento de acción: las fuerzas de seguridad y el Código Penal. Un instrumental algo burdo y a veces escasamente personalizado, que aplican de un modo cansino nuestras instancias judiciales, acaso conscientes en el fondo de su relativa inadecuación. Lo mismo que sucede también con algunos anticuados tratamientos contra el cáncer.

Pero ahora parece que en Cataluña hemos decidido emprender otro tipo de estrategia: un camino novedoso y original, sustituyendo el marco penal por otros instrumentos de carácter político inspirados en el diálogo y la generosidad, en la clemencia y el perdón. Sus perspectivas de éxito son toda una incertidumbre, porque los propios protagonistas activos del independentismo siguen proclamando la misma estrategia para el futuro, o sea, que van a seguir siendo independentistas pese a todo y contra todos. Del mismo modo que, pese a detenciones y procesamientos, muchos campogibraltareños van a seguir siendo traficantes de droga.

En consecuencia, si el independentismo no cabe en nuestro ordenamiento constitucional ¿qué les podemos ofrecer a cambio, más allá de amnistías y perdones? El nacionalista, igual que el enfermo, no consigue sustraerse nunca de esa coletilla tan profunda del "¿qué hay de lo mío?". Se supone que, si no podemos conceder la independencia, más allá de posibles gestos de generosidad sólo podremos ofrecerles a los catalanistas un nuevo privilegio, a ver si se conforman; o sea, lo que ya venían pidiendo, un privilegio fiscal al estilo vasco, camuflado bajo la apariencia de un pacto. Lo que consiguieron en el País Vasco durante la transición con el apoyo del terrorismo de ETA. Entonces, si no puede ser la independencia, a ver qué les damos a cambio: pues un privilegio fiscal, para que los ricos del norte se queden con su dinero. Todo ello oportunamente envuelto en la piel de cordero tras la que se disfraza el lobo: el noble envoltorio de un pacto de Estado.

La hipótesis podría ser igualmente extrapolable a otros supuestos: si el Código Penal no nos permite dejar que en el campo de Gibraltar se sigan dedicando al tráfico de hachís ¿qué les podemos ofrecer a cambio? ¿Podríamos, por ejemplo, permitirles que se dediquen más bien al tráfico de cocaína, o de éxtasis, o al cultivo directo de marihuana? Seguramente en el campo de Gibraltar no tienen todavía un marco de interlocución adecuado para expresar y concretar esta demanda, pero todo se andará. O a lo mejor se trata simplemente de hacer la vista gorda.

En el mundo de la medicina, ciertas enfermedades sólo se solventan mediante la estrategia del bisturí, la que aplica el cirujano cuando en una intervención quirúrgica extirpa el tejido enfermo. Pero en el mundo de la vida social carecemos de ese instrumental tan directo y contundente. Los cánceres sociales no se extirpan y los tratamientos paliativos suelen ser insuficientes.

Es algo que ya sabemos todos, y por eso nos vamos habituando con sorda resignación a seguir nuestra reiterada dinámica histórica del Día de la Marmota: vendrá otra declaración de independencia, otra condena penal, otra amnistía, y así indefinidamente. De la misma forma que las lanchas de contrabandistas de hachís en el Estrecho seguirán planeando a toda velocidad, y el cáncer del narcotráfico cabalgando sin solución.

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