Tribuna

josé antonio gonzález alcantud

Catedrático de Antropología Social

Chomsky, mandarín antiimperialista

Chomsky, mandarín antiimperialista Chomsky, mandarín antiimperialista

Chomsky, mandarín antiimperialista / rosell

Había en Harvard una extraña librería maoísta, en la época en que acogiéndose a la Patriot Act el FBI semanalmente exigía a los bibliotecarios de la universidad la lista de los libros que consultábamos. Corrían los tiempos de Bush. Me paraba curioso en su escaparate y mis ojos no daban crédito: lo que se exhibía eran panfletos de Sendero Luminoso, con sermones del camarada Abimael Guzmán. Nunca entré en aquel antro, que evidentemente no estaba ubicado en una calle parisina donde todo es posible, sino en un lugar bien visible de una universidad cuyo rector, secretario del tesoro con Clinton, aún firmaba los billetes de un dólar. Un aire sulfuroso se percibía en su entorno.

Otro escenario bostoniano. Yo había leído en el bachillerato, a principios de los setenta, algo sobre la gramática generativa de un tal Noam Chomsky. Si vivía, pensé, debe ser un tipo venerable de barbas blancas, al que han dejado figurar al fin en los manuales escolares. De tan abstrusa que era su teoría me entró curiosidad, y no más salir la traducción de su libro, Estructuras sintácticas, lo devoré a ver si me enteraba de algo más. Pero, eso de que la Humanidad tiene un núcleo duro lingüístico similar a partir del cual todos los pueblos del orbe organizamos nuestras lenguas me pareció falto de convicción. No logró seducirme lo más mínimo, y en las baldas yace el librito sin haber vuelto a ser consultado. Por lo que se refiere al el resto de su obra de denuncia antiimperialista me parecía cosa de otro sujeto, acaso su hijo, llegué a pensar. No sabía, como luego supe, que el "viejo" había sido detenido en varias ocasiones en manifestaciones antiguerra del Vietnam. Pero ni aun así me atrajo.

Hasta que un día crucé el río Charles, en Boston, y me fui al Massachusetts Institut of Technology (MIT), donde siempre trabajó Chomsky. Me movían dos razones: la primera, que el nuevo edificio del MIT lo había ideado y construido Frank Gehry, el arquitecto que realizó igualmente el museo Guggenheim de Bilbao en una suerte de operación político cultural de largo alcance patrocinada por el PNV y los americanos. La segunda razón era más morbosa: acaba de leer algunos textos del citado Chomsky que indicaban que el departamento de ciencia política del MIT había sido creado por la CIA para realizar programas de ingeniería política durante la Guerra Fría. Tras comprobar la belleza de los edificios de Gehry me percaté de la insignificancia urbanística del MIT. Cómo era posible que Chomsky hubiese sobrevivido con su antiimperialismo esencial en aquellos espacios reducidos. Algunos colegas lo explican argumentando que su aportación al lenguaje computacional, que convirtió al MIT en el centro de la victoria informática de los americanos sobre europeos y soviéticos, fue fundamental. No obstante, la duda me asalta periódicamente. Hace poco se dijo con no cierto escándalo, que la CIA vigilaba al viejo. ¡Pues menudo descubrimiento! Hecho, además, en un momento en el que su autoridad de mandarín académico se tambaleaba ostensiblemente, como veremos.

Con gran gusto he leído el pequeño libro póstumo de Tom Wolfe El reino del lenguaje, donde el novelista deja puestas varias bombas de efecto retardado para Chomsky, ahora tan lingüista como líder de opinión de la izquierda antiimperialista mundial. Wolfe nos señala que siendo jovencísimo estudiante Chomsky ya fue llamado a las más altas instancias académicas, que lo catapultaron sin más a la gloria. Luego, el viejo de luengas barbas que yo intuía en 1972, solo era un meritorio elevado de improviso al estrellato. Vaya, me dije, otra rareza en un medio como las ciencias sociales, donde la fama sólo se alcanza a edades provectas. La parte sustancial de la crítica de Wolfe reside en el cuestionamiento de la teoría chomskiana del lenguaje que otorga a la Humanidad ese único núcleo duro lingüístico. Un modesto etnógrafo, Dan Everett, relata Wolfe, tras vivir treinta años con los piraha, un remoto pueblo del Amazonas, rodeado de anacondas y otros peligros, llegó a la conclusión de que ese núcleo duro sintáctico no existe, y la lengua es simplemente un instrumento cultural hábilmente manejado. Chomsky, empleando a fondo todo su mandarinato, le lanzó un anatema tras otro, sin respeto a los padecimientos en la selva de Everett, enviándole desde su cómodo despacho lo que Wolfe llama la "brigada de la verdad", sin dar nunca la cara. No se portó como el liberal que dice ser, sino como un miembro de la "nomenklatura" más autoritaria.

El episodio Chomsky, en consecuencia, constituye un hito más de la desgraciada historia de la izquierda mundial, cuando dice una cosa y hace otra. Hace unos días se me saltaron las lágrimas al ver por enésima vez Tierra sin pan, de Buñuel. ¿Y por qué? Porque el final, después de describir la miseria de los hurdanos, termina el filme con unas frases sobre las esperanzas abiertas por el Frente Popular para redimir a los pobres. Se me humedecieron los ojos. Demasiados fracasos. En la izquierda se anda sobrado de mandarines autoritarios y de magos de chistera, como el tal Chomsky.

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