Tribuna

Fernando Castillo

Escritor

Ciudades y utopías

Ciudades y utopías Ciudades y utopías

Ciudades y utopías

Suele ser inseparable del pensamiento utópico el proyecto de una Ciudad Ideal, el diseño de una urbe que expresase los principios de organización imaginados por unas teorías, siempre preocupadas por el bienestar de sus habitantes. Su origen se puede rastrear en la República de Platón, en la agustiniana Ciudad de Dios, en las creaciones inspiradas por los nuevos y lejanos mundos que revelaron los descubrimientos geográficos como la Utopía de Tomas Moro, la Ciudad del Sol de Tommaso Campanella o la Nova Solyma imaginada por Samuel Gott. Desde entonces todo fueron proyectos de ciudades simétricas, homogéneas, que pretendían resumir las bondades de las ideas que las inspiraban, aplicadas a un mundo aislado, como un Nautilus varado. Desde las reducciones jesuíticas del Paraguay, expresión de la teocracia comunitaria ignaciana, a los proyectos socialistas y personales no poco ingenuos de Robert Owen en New Lamark, los falansterios de Charles Fourier o la Icaria de Etienne Cabet, se idearon y llevaron a la práctica proyectos de urbes igualitarias, casi siempre de dimensiones modestas. Unos paraísos casi domésticos que duraron el tiempo que lograron mantenerse fuera de la influencia del mundo del que querían aislarse.

Todas estas manifestaciones eran una combinación de pensamiento clásico y de arbitrismo ilustrado, impulsado por la burguesía y los obreros que había traído la industrialización. Unas utopías socialistas que despreció Friedrich Engels en conocido libro, que no solo buscaban el bienestar de sus ciudadanos, sino algo más complicado e inseparable de toda utopía como es la felicidad. Una pretensión que incluso recogió antes la Constitución de Cádiz y que se intensificó en el siglo XX, cuando el Estado alcanzó tal poder que pudo decidir cuáles eran los criterios que definían ese sentimiento tan personal. Algo que había adelantado la Revolución Francesa mientras la guillotina funcionaba a pleno rendimiento en la plaza de la Concordia.

Con las utopías totalitarias y los proyectos reformadores e igualitarios del siglo XX, resurgieron los proyectos y las ciudades ideales como escenario de la nueva sociedad, alejados ya de las Arcadias roussonianas y de los establecimientos impulsados por los teóricos del socialismo utópico como empresas personales. Si el delirio de Hitler de construir una nueva capital llamada Germania no pasó de la enorme maqueta realizada por Albert Speer, ante la que el dictador pasaba horas ensimismado, por el contrario, otras iniciativas, expresión del impulso totalitario e industrial del siglo y de la utopía igualitaria soviética, sí tuvieron éxito, de manera que fueron levantadas ciudades donde antes no había nada con la intención de proclamar los logros del sistema.

El más destacado de los proyectos de Stalin fue Magnitogorsk, la ciudad del acero situada en los Urales, en la provincia de Cheliabinsk donde comienza Siberia, surgida en 1930 al calor de unos yacimientos de hierro conocidos como la Montaña Magnética. La iniciativa respondía al mismo criterio que impulsó los planes quinquenales, que no es otro que proceder a la acelerada industrialización del país decidida por Stalin. Acudieron voluntarios entusiastas, incluso del extranjero como el americano John C. Scott, quien luego contó la experiencia, que resultó espantosa, pero sobre todo se trajeron trabajadores forzosos y a sus familias. Así surgió una ciudad de medio millón de habitantes, contaminada, despersonalizada y aislada, sometida a un régimen de trabajo y de vida inhumanos que se suponía debía mostrar los logros del comunismo. Situada lejos de cualquier sitio, hasta de sí misma, la ciudad tenía como centro la gigantesca acería que habían levantado ingenieros americanos, replicando una fábrica de Indiana. Alejado de la utopía de la ciudad jardín obrera que ideó Ernst May, y sometido el hombre de manera inhumana a la producción, Magnitogorsk alcanzó su mayor éxito durante la guerra mundial, convertido en un centro productor de tanques. Luego, en la larga y tristísima posguerra, el aislamiento se intensificó hasta llegar a un autismo geográfico que persiste.

Otra ciudad impulsada por la utopía comunista que tuvo como catedral y centro a un alto horno fue Nowa Huta, el suburbio cracoviano concebido por la nomenklatura polaca como una Arcadia obrera e industrial. Surgida de la nada, se convirtió en una ciudad uniforme de cemento bunkeriano a la que el denso arbolado, un diseño con pretensiones monumentales y algunos cuervos y urracas, le salvan de la deshumanización absoluta. Muy diferente es Brasilia, el ensueño desarrollista e igualitario de Juscelino Kubitschek levantado por los candangos en medio de la nada en pleno Mato Grosso. Concebida como una ciudad del siglo XX por Costa y Niemeyer supuestamente a la medida del hombre, Brasilia es una urbe inhabitable en la que las autopistas han sustituido a las calles y los edificios audaces envejecen sin remedio, como la mayoría de las utopías urbanas que quieren regular las ciudades.

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